Tiempo atrás, mientras conversaba con una colega de trabajo, ésta llamó a la disciplina bioética por el nombre de "metafísica". No sé si lo dijo a modo de broma o por ignorancia, pero su afirmación fue ocasión para reír e ironizar sobre nuestros despistes. No obstante, mi colega me dejó pensando por varias semanas, porque, ciertamente, metafísica y bioética son dos disciplinas íntimamente vinculadas entre sí, más aún, son estrictamente inseparables.

Esta relación es de suma importancia. La metafísica constituye uno de los niveles fundamentales de la disciplina bioética, en efecto, además de los problemas científicos relacionados con la vida humana en sus diferentes estadios, de los problemas éticos y de los problemas jurídicos-legislativos, la bioética atiende a los problemas antropológico-metafísicos, relativos a la naturaleza humana, a la noción de persona, en fin, a todas aquellas cuestiones referentes a la peculiaridad ontológica del ente denominado "ser humano".

La respuesta a la pregunta "¿quién es el ser humano?", depende en parte de la aproximación y del punto de partida que asume quien la plantea. La respuesta a esta interrogante metafísica tiene implicaciones éticas de suma importancia.

Si me encuentro al interior de una "ideología" -por ejemplo el nazismo- mi punto de partida serán una serie de afirmaciones que doy por ciertas a priori, sin discutirlas, y que pueden llevarme a conclusiones de lo más disparatadas e "inhumanas". En el caso del nazismo, por ejemplo, dada la premisa "un valor fundamental del ser humano es su raza" y "nuestra raza es la superior y no hay otra igual", se concluye que hay seres humanos de primera y de segunda clase y por lo tanto puedo “justificar” la eliminación de estos últimos.

Por ello es tan importante iniciar cualquier estudio de bioética tratando de descubrir puntos de partida valederos que nos permitan construir una aproximación adecuada a la realidad de la persona humana. De lo contrario estamos expuestos a ideologías inhumanas y deshumanizantes.

Desde ya aclaramos que no existe un único y excluyente camino para lograrlo. Sin embargo, algunos experimentos intelectuales antropológicos han conducido a grandes desastres contra la dignidad de esa persona humana. Continuando el ejemplo del nazismo, la comprobación de los campos de exterminio es la ratificación lamentable de errores antropológico-metafísicos que se empezaron a tejer en los escritorios de los filósofos tal vez cincuenta años antes.

La gran pregunta de siempre es: ¿tenemos que llegar a esos extremos -que para muchos seres humanos de carne y hueso ya son irreversibles- para darnos cuenta de errores antropológicos evidentes? Para evitar llevar errores lamentables también en el campo de las ciencias de la salud y la ética, es necesario hacer un esfuerzo de clarificación metafísica suficiente y constante.

Pero ¿cuál debe ser en nuestros días la aproximación de una antropología que busque ser fiel a la verdad del ser humano? En primer lugar el método utilizado debe poseer una visión integral de la realidad humana. Sin tratar de agotar una realidad tan rica y compleja, no podemos caer tampoco en el error de reducir a la persona a una de sus dimensiones.

Cada nivel de la vida humana -desde el más externo al más profundo- debe ser tomado en consideración, sin caer en el sesgo intelectual o vital de dejar de lado ninguno, y debe ser profundizado adecuadamente.

Debe ser asimismo una visión existencial-concreta del ser humano. La pregunta fundamental no puede ser sólo ¿qué es el ser humano?, sino preguntar además ¿quién soy yo?, para que la respuesta sea más completa. La pregunta debe involucrar a quien pregunta. Así pues, la invocación de la experiencia vivida (interna y externa) se torna esencial. No obstante, la respuesta debe buscar ser lo más rigurosa posible, no subjetivismo sin más.

Debe ser, también, una visión abierta de la persona, y esto en dos sentidos. Por un lado la antropología -por la complejidad del ser humano- debe permanecer abierta a los aportes de las demás ciencias (biología, psicología, sociología, teología, neurociencias). Por otro lado, debe dejar abiertas las preguntas que no es capaz de resolver por sí misma, sin doblegar la realidad para hacerla "encajar" en lo cánones de una racionalidad limitada, buscando al menos dejar señalados -en la medida de lo posible- caminos de respuesta.

Se cuenta la anécdota de Lenin dando una serie de directivas desde el más acérrimo comunismo totalitario cuando uno de sus asesores le dijo: "Pero camarada, la realidad no es así". Y el dictador lo miró y le dijo: "Peor para la realidad". Resultado: un régimen que en 70 años dejó una cifra no totalmente cuantificada de muertos, pero que expertos ubican en alrededor de 80 millones.

Como dijo Gabriel Marcel, filósofo francés del siglo XX: "El hombre es una incógnita y un misterio. Para la incógnita hay respuesta, para el misterio no". La incógnita es la que se ubica en el campo de los datos observables y esto lo resuelve la ciencia empírica. El misterio (que no es ocultismo fantasmagórico ni mucho menos) lo debe ir desvelando la metafísica.

En fin, si la antropología olvida que cada ser humano es un misterio que trasciende el plano empírico, poco lugar queda para la justicia, la libertad, el amor en el mundo. Si se olvida lo metafísico, se corren riesgos peligrosísimos.