Los agricultores de los conucos de Los Olivares y Las Mercedes, en Pedernales, se transportaban a caballo, mulo y hasta “en el once” (un ratito a pies y otro caminando), mínimo cuatro kilómetros. Menos José Antonio Féliz Cuevas (Bigeni), quien había llegado al pueblo en la década del cincuenta, desde Cachón, Barahona. Él cambió el cerón del burro para el viejo motor Honda C-50, y, hasta su muerte, a los 80, desparramó anécdotas por doquier.

Labradores natos, comoquiera llegaban a sus predios. No solo sembraban para el sustento familiar, sino por satisfacción personal. El orden en los sembradíos era vital. Todo por categoría. Y la cosecha, a su tiempo. Ni más, ni menos. Siempre lo repetían: nada de “conuco haitiano” (todo junto). Si algo desencantaba a Curú, otro dueño de parcela, era que le tumbaran un coco nuevo, o le cortaran una caña o un guineo, si no estaban en punto.

Y se desencantó para siempre cuando se convenció de que él sembraba y los ladrones cosechaban.

“Si me lo pide, se lo doy; pero que no lo cojan”, solía comentar con un dejo tristeza. Pero el robar en los conucos se hizo tan rutinario que los mismos ladrones no lo asumían como delito y se burlaban de los labriegos.

LOS ROBACOCOS

Bigeni, flaco y no más de cinco pies y seis pulgadas de estatura, había construido su casita en un solar comprado a Moñón, y desde entonces se las pasó tirando machete y halando azada, a diario, sin vacaciones para levantar su familia, mientras Margarita Valentín, su pareja hacía las labores domésticas.

Había que verle sobre su viejo motorcito atestado de víveres, al regreso de Los Olivares. Curtido de tierra roja y la ropa pintada de manchas, se confundía con las viandas. Él y el motor eran uno solo. La gente no lo concebía sin su vehículo. 

Cuando él no trabajaba el conuco, prefería quedarse en casa que salir vestido con  pantalón y camisa manga corta de dacrón, siempre con su sombrero de alas cortas. Pero, para cualquier lado, siempre iba montado. Era hombre de la tierra. Decente. Honrado.

A Ñinguinín, sin embargo, eso le importaba un bledo. Tenía fama de ser el más diestro “maroteador” de cocos de agua del pueblo. Y el conuco de Bigeni  estaba en su agenda.

Cuentan que trepaba como un mono, sin tocar el pecho, sin importar la altura, y cargaba consigo un galón, un “barreno” y un “calimete” o sorbete, “para vaciar los cocos y, si era necesario, saciar su sed de lo ajeno allá arriba.

Cuando se encaramaba en los cocoteros ajenos, se enjillaba y pasaba inadvertido –decían–, por su color negro como el “carrao” (ave común en el municipio).

Una mañana, en el mercado municipal, Bigeni alardeaba entre amigos sobre la producción de su “mata de coco indio”. Hablaba de la cantidad que paría y del sabor del agua. Ñinguinín rondaba por ahí, y paró la oreja. Entonces se propuso probar el dulzor de tal cocotero.

A partir de ese momento, el dueño del conuco hallaba un reguero de cocos perforados debajo de la mata, y se lo atribuía a los cuervos y judíos. Rayos y centellas lanzaba contra esas aves, hasta el día en que pensó que esos animalitos con picos capaces de taladrar superficies duras para absorber sus alimentos, solos, no podían hacer tanto daño. Y se puso al acecho.

Un domingo, cuando nadie lo esperaba, se apareció en su propiedad. Y allá estaba Ñinguinín, gaviado en la mata, con sus acostumbrados aperos encima, como si fuese el dueño.

–“Aaah, pero tú ere el carrao que se ta comiendo mi cocos… Baja de ahí”, le conminó, con machete desenvainado.

Ñinguinín, creyendo que Bigeni no podría subir, le respondía: ¡Sube tú!

Tras varios minutos de intercambio, sin resultados, el agricultor comenzó a encaramarse. Ya alcanzaba media mata; Ñinguinín se inquietaba, desorbitaba los ojos…

Y, cuando se convenció de que no era relajo, se desplazó como una culebra por una palma y dejó a Bigeni enganchado.

Horas después, Ñinguinín colocó un letrero en la empalizada frontal de la casa de Bigeni, en el pueblo. Era, según él, un poema: 

“A Bigeni le creía que ¨Ñinguinín era un bagazo; sin embargo, en su conuco, sólo le dejó el polvazo”.

Otro día, este campesino había salido de madrugada para sus tierras. Su motorcito nunca fallaba pese a la caterva de años encima.

Al caer la tarde, como de costumbre, se dispuso a regresar. Atestó de víveres el cerón sobre su burrito de dos ruedas. Después de mil patadas y chequeo de bujías, el aparato no prendió. Anochecía. Comenzó entonces a tirarlo con sus brazos, con todo y carga, rumbo a la carretera que lleva al pueblo, en dirección este-oeste.

Andrés Pirunga o Andrés el Fuerte, que regresaba en su motocicleta Yamaha 125, lo halló en el camino, agobiado, pero sin rendirse. Le ofreció remolcarlo, empujando con un pie en el estribo. Y aceptó. Todo iba bien. Pero Bigeni no estaba acostumbrado a mucha velocidad, y Andrés lo llevaba “a mil por hora”.

Al cruzar la fortaleza, Andrés no pudo reparar en el “policía acostado” o reductor de velocidad. Perdió el control del estribo del motorcito que empujaba. Bigeni abrió la boca  y los ojos al máximo, pero no soltó el timón. Pudo controlar su vehículo casi cien metros después, cerca de la estación gasolinera de Luis Casquito. Andrés Pirunga llegó rápido para seguir su gesto de solidaridad. Pero ahí estaba Bigeni, aterrado, ya con machete en mano.

–“Si le pones un pie a este motor, te mato; déjame aquí, que tú no me vas a matar”.

A Andrés no le quedó más remedio que echarse a reír a carcajadas y marcharse tranquilo.

Bigeni era, sin embargo, un hombre de paz,  trabajador de su tierra de sol a sol, la única riqueza que dejó a sus seis hijos y cuatro hijas el día en que murió a causa de un infarto, 7 de mayo de 2006.