Los libros son mi pasión, mi obsesión y mi manía. Mi enfermedad y mi infierno, cuando los tengo lejos; mi remedio y mi paraíso, cuando están junto a mí.

Los hijos crecen. Las madres mueren. Los amigos te olvidan. Las amantes te abandonan. Solo los libros permanecen a tu lado.

Todo en un libro es hermoso. No solo su contenido. También sus formas. Su textura. El olor de sus páginas y el color de sus portadas.

Durante mucho tiempo pensé que sufría de una rara parafilia: el fetichismo “literario”. Pero leyendo a Montaigne supe que no estaba solo. Para el padre del ensayo también, un libro era un amuleto contra la tristeza, un talismán contra el desasosiego: “Sabiendo que los puedo disfrutar cuando quiera, estoy satisfecho con el mero hecho de poseerlos. Nunca viajo sin libros, ya sea en tiempos de paz o en tiempos de guerra…”

Debo confesar que me llevo mejor con los libros que con las gentes. Y que me avergonzaba de ello. Pero me bastó con leer unas líneas de Montaigne para asumir con orgullo mi bibliofilia y enarbolar sin complejos mi misantropía: “Los libros no son como los hombres que te asedian y te importunan con su palabrería y a quienes resulta difícil eludir. Si no se los llama, los libros no vienen. Los libros me cuentan sus puntos de vista y yo les respondo con los míos. Los libros no me molestan cuando callo; solo hablan cuando se lo pido…”

Basta con que exista un solo libro en el mundo para sentir que tengo un amigo.

A través de los libros, he podido intimar con escritores de otros tiempos y de otras tierras. Tanto, que conozco de memoria las anécdotas y los chistes que repetían Umberto Eco y Kurt Vonnegut, por ejemplo. “Ese ya lo hiciste”, les hubiera dicho de tenerlos frente a mí.

A través de los libros he viajado, he conocido el secreto de otros lugares y de otros tiempos. Conocí el París de Rayuela antes de conocer el París de los turistas. Conocí a Viena sabiendo que no era sino los restos del mundo de ayer que describió magistralmente Zweig. No pude pelear contra Wessin y los gringos en la Revolución que estalló dos años antes de venir al mundo. Lo he hecho, sin embargo, leyendo los libros de Tony Raful.

No exagero: sin libros no sería capaz de vivir. Ni de sobrevivir. Si pude vivir cuatro años en el hermoso París de los broncos parisinos, fue gracias a los bouquinistes. Si he podido sobrevivir quince años bajo la lluvia de Bruselas, ha sido gracias a la biblioteca de mi barrio.

El sentido de la vida lo encontré en los libros. En los libros me aprendí a conocer. Los libros han dicho por mí cosas que yo no sabría decir tan bien. En los libros han podido materializarse sentimientos que no hubiese podido plasmar en palabras. En un libro de Neruda encontré mi mejor promesa: “Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos”. En un libro de Voltaire encontré le expresión justa de mi particular hedonismo: “El placer da lo que la sabiduría solo promete”. En un libro de Fernando Pessoa encontré mi epitafio: “Amó la vida con timidez, temió la muerte con fascinación”.

Hay libros que me han despertado en medio de la noche para que los siguiera leyendo. Hay libros que me han hecho despreciar a Praga, que me han obligado a cambiar la Mala Strana o el puente Carlos por la habitación fría de un hotel de la era soviética para que los siguiera leyendo. Hay libros que me han obligado a cancelar citas amorosas para que los siguiera leyendo.

Leer es un acto de derrota. Leyendo se espera a la Muerte: el mundo no es más que su sala de espera.

Leer es un acto de victoria. Leyendo se viven otras vidas. Leyendo se nace una y otra vez.

Leyendo se vence a la Muerte.