Dentro del Plan Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, el Ministerio de Educación regalará libros a los estudiantes del sector público. Es una iniciativa loable y que debemos apoyar sin importar las banderas políticas o ideológicas que tenemos o representemos en determinado momento. El fomento a la lectura y al libro añade más que resta.

Con este plan de fomento del libro y la lectura se abre el abanico de opciones y se coloca en manos del estudiantado de bajos ingresos, que es la mayoría, textos claves de la cultura. Nadie en su sano juicio cuestionará una labor como esta.

Lo que entra en discusión, pero debió ser antes de la ejecución del plan, y me parece que es lo cuestionable, es qué tipo de libro se entrega; cuáles son los criterios para la elección de unos y dejar de lado a muchos otros y, por último, cómo se incentivará a la lectura y se le dará seguimiento a esas lecturas que el alumno hará “por su cuenta” o si la hará en el marco de una asignatura: Lengua y Literatura.

Si salvamos la proposición del prójimo y dada la confianza que he depositado en las figuras de Andrés L. Mateo (intelectual crítico y un lector consumado) y Luis R. Santos (novelista, lector voraz); me atrevo a apostar por la elección realizada. Sé que encontraremos textos que fomenten el debate, la imaginación y la criticidad en los alumnos.

Parece que el revuelo en torno a esta loable iniciativa ha sido provocado por el señor Ministro al fijarse de modo exclusivo en el tema de la Biblia y si se lee o no en las escuelas. Da la impresión de que la inserción de la Biblia en el paquete que se entregará obedece a una iniciativa de los sectores conservadores del país y que se han declarado abiertamente por la lectura obligatoria del texto sagrado. Ciertamente, la postura del señor Ministro de Educación está amparada en un principio justo: no limitar a nadie en el acto de leer; la lectura como ejercicio de libertad.

Por eso respaldo que en ese paquete se incluya la Biblia; pero no como un texto sagrado propio a una comunidad de fe que lo aprecia y toma como palabra revelada; sino como un texto literario.

Como docente de Lengua y Literatura abordo la Biblia como un texto literario que permite entender formas textuales y estrategias literarias propias a la cultura judía, al mundo helenístico y a la cultura grecorromana. Además de que muchos de sus planteamientos forman parte de nuestros imaginarios actuales sobre la felicidad, la justicia, la libertad, las facultades humanas, la moralidad, la ética, etc.

En mi curso del año pasado trabajé a Jorge Luis Borges con los alumnos (ojalá esté entre los elegidos). Cuando analizamos la intertextualidad en Borges les coloqué varios cuentos breves en que el autor argentino hace alusión al Génesis, sobre todo, a las narrativas etiológicas que están desde el capítulo 1 hasta el capítulo 11. Les mostré cómo era imposible entender la perspectiva borgiana y su genialidad sin entender los relatos bíblicos. Lo mismo cuando me atreví, hace unos años, a leer Cien Años de Soledad con un grupo selecto de alumnos. Sin las referencias y la simbología bíblica en sus cabezas pasaron por alto el complejo universo de alusiones en esta obra maestra latinoamericana.

Fui religioso jesuita y como tal abordé la Biblia desde una comunidad de fe, como alimento de mi frustrada vocación religiosa. Pero también estudié la Biblia a fondo desde las modernas ciencias del lenguaje, la hermenéutica y la exégesis bíblica. En ningún momento la Biblia ha afectado mi conducta negativamente e, incluso, en las historias contadas descubro cada vez más nuevas sabidurías prácticas y es una fuente de recursos literarios para quien desee aprender a escribir. Leerse las historias de Ruth y Esther, de Jacob, de Jesús, de Pablo; leerse los salmos, los sapienciales y los profetas enriquece nuestra visión de la vida y nos configura en lectores críticos; ese es la tarea de toda lectura.

El problema de la Biblia en las escuelas no es la Biblia, sino en promover una lectura fundamentalista desde una religiosidad obviamente amañada.