Soy adicto a los besos. Para mi adicción no hay curas. Y aun si las hubiera, las rechazaría.

Soy adicto a los besos. A todos. Al beso que se planta en la frente de un hijo, de cinco, de quince, de veinticinco. Al beso que se da en el pelo de la mujer que quiero. Al beso que se da en la cara dominguera y sin afeitar de un padre. O en las mejillas regordetas de una abuela o de una tía soltera. Al beso primero, al que se da con la mirada.

Soy adicto a los besos. A todos. A los de buenos días y a los de buenas noches. A los robados. A los volados. A los de trompita. A los inesperados. A los de elefante o de oso hormiguero. A los furtivos. A los que se dan a las ranas que no se convierten en princesas. A los de los encuentros y los de las despedidas. A los de colores, a los blancos, a los negros. A los que se dan en los labios fríos de la amante que alcanza el zénit. A los que se casan en los bares. A los que se compran al contado en la Valerio. A los que se dan en el día, en la noche, en la madrugada.

Soy adicto a los besos. A todos. A los que todavía no he dado. Al que se da al anillo de un obispo bueno. Al que se da el viernes santo a los pies babeados del Cristo crucificado Al que daré a la frente de mi madre muerta.

Soy adicto a los besos. No discrimino ninguno. Ni al de Judas. Ni al que se da a las lonas, el cual muchas veces he dado. Ni al que se da a las manos de las agrias burguesas parisinas. Ni al que se da antes de cepillarse y después de haber fumado.

Soy adicto a los besos. A los que inspiraron a los poetas. A los que arden en los “cementerios de besos”. A los que dejaron “un rastro claro en las solteronas antiguas”.

Soy adicto a los besos. A los beijos. A los kisses. A los kusjes. A los bisous. A los baci: beso en cualquier idioma.

Soy adicto a los besos. Los doy en la calle del Sol y en los Campos Elíseos. En el Paseo de Gracia y en la calle del Conde. En el Boulevard Aanspach y en el callejón de la Jácuba. Al pie del Monumento o de la torre Eiffel.

Soy adicto a los besos. A los que se dan con arrebato, con desgano, con rabia, con esperanza. A los que se dan en cámara lenta y a setenta y ocho revoluciones por minuto.

Soy adicto a los besos. A los que se dan con premeditación, nocturnidad y alevosía.

Soy adicto a los besos. A los que doy a tu cuello, a tus senos, a tus manos, a tus dedos, a tu ombligo, a tus pies, a tus tobillos, a tus piernas, a tus rodillas, a tus muslos, a tus labios cartesianos. A los que mezclan nuestros odios, nuestros miedos, nuestros sueños. En los que se mezclan mi saliva y tus lágrimas, mis dientes y tu piel, mi sudor  y tu sangre.

Hay quien diga que el beso no es más que una técnica para rellenar silencios. Que no es más que una convención social, una rutina. Que no es más que el preludio a intimidades más profundas, más verdaderas. No estoy de acuerdo. El beso se basta a sí mismo. El beso es complejo y múltiple, como complejas y múltiples son las pasiones humanas. Como complejas y múltiples son las parejas que se los intercambian.

Los romanos, pueblo sensual donde los hubo, lo entendieron. No tenían una única palabra para el beso, si no tres:

El osculum, el beso que se da en las mejillas, entre amigos, ese beso que es tan común en Europa, ese al que mi mojigatería machista me hacía mirar con malos ojos. Ahora me parece una descortesía saludar a un buen amigo con un desabrido apretón de manos. Si me mudé a Francia, es porque allá no se da uno solo, sino dos. Si me mudé a Bélgica, es porque aquí no se dan solo dos, sino tres.

El basium, el beso lleno de ternura, el  que se dan los esposos viejos, los de antes,  en los labios, el beso que queda cuando la pasión se ha ido, el beso de las bodas de plata, de oro y de diamantes.

Y el suavem (o savolium, no he logrado averiguarlo), mi favorito, el que se dan los amantes, con lengua, sin prisas, con furia, sin cuartel, con saliva, sin tregua. Ese beso de lenguas espirales al que los españoles llaman “de  tornillo”; los ingleses, french kiss; y los franceses, “rodar una pala” o “un patín”. Ese que una vez, borracho, en Talanca, le pedí con crudeza a aquella actriz, cubana, promiscua y desgarbada, quien no solo me lo negó con una carcajada sino que plagió luego mis palabras, en las tablas, sin darme ni los derechos de autor, ni el beso, ni siquiera las gracias.

Soy adicto a los besos. A todos. Hasta al último. Al que me dará la muerte, cuando ella quiera. (“¿No puede matarte también un beso de la primavera?”)

(Entre comillas, versos de Pablo Neruda y Pedro Mir).