Hasta lo que se sabe, las primeras referencias escritas sobre el besar, del latín basiare, tocar con los labios, aparecen en textos védicos de la India cerca del 1,500 a.C.; siglos después, el poema épico Mahabharata le adjudica a este acto un valor afectivo, y posteriormente erótico, elaborado con más profundidad en las escrituras religiosas del Vatsyayana Kamasutram donde se describen 30 tipos diferentes. Esta costumbre llega a Europa gracias a la sociedad griega quien la asimila durante las conquistas de Alejandro Magno; mas el besar no se populariza sino hasta los días del Imperio Romano al hacerse parte de las manifestaciones públicas de respeto, adoración y saludo, y en privado instrumento de control marital cuando los esposos olían las bocas de sus mujeres indagando su paradero. Así, los romanos describieron tres categorías de besos: el osculum, amistoso y dado en la mejilla; el basium, de índole afectiva y amorosa, y el savium, profundo, carnal y pasional.
La religiosidad del medioevo contuvo la pasión y el apetito sexual con prohibiciones y a través del reforzamiento de la adoración divina, hecho que junto a la pobreza y las enfermedades adormeció el beso y otras expresiones corporales como manifestaciones del sentimiento. Con la llegada del Renacimiento la aceptación del contacto físico retorna a las sociedades occidentales siendo manifestado este hecho por primera vez en obras pictóricas correspondientes a los siglos XVI y XVII. Entrada la modernidad el beso se transforma al ser arropado por la libertad sexual y tras su lanzamiento al ruedo de lo público: aparecen besos en el cine y la televisión; en la prensa y los medios escritos; en los sextexts que trafican en el submundo de los teléfonos inteligentes, en fin, besos por doquier; robados, entregados, enviados, arrebatados e incluso comprados.
Abundemos en los orígenes antropológicos del besar partiendo de la explicación darwiniana de la evolución de las especies que sostiene lo siguiente: se trata de un vestigio proveniente de las madres primates que masticaban alimentos para entregarlos a las bocas de sus criaturas, los ya crecidos, atraídos por tal placentera sensación (que combina el olfato, tacto y gusto, los sentidos más cercanamente vinculados al deseo sexual) lo practican e incorporan a sus propios códigos de expresión; la acción de succión entre los mamíferos, por su parte, perpetúa tal rasgo freudiano; y finalmente, el proceso de bipedestación que transformó a nuestros cuadrúpedos antecesores facilitó el coito cara a cara, y por ende el uso del contacto oral como fuente erógena al sensibilizar las redes nerviosas que conectan la boca y los centros cerebrales del deseo sexual.
Aún más, para algunos biólogos el beso constituye una forma primitiva de comunicación entre las especies mediada por las feromonas, proteínas intercambiadas en las bocas de sus ejecutores presuntas responsables de la selección inconsciente entre parejas, lo que muchos llaman “atracción química”. Además de las feromonas intervienen en el besar otras sustancias como la oxitoxina, serotonina, dopamina y adrenalina que en resumen, persiguen un único objetivo: la euforia, el placer y la emoción.
Desde la perspectiva biológico-científica no fue sino hasta hace apenas unos años que se logró “estudiar” en vivo los detalles del beso humano: investigadores del University College de Londres realizaron scans de la cabeza a parejas que se besaban; demostraron que el acto ocurre gracias a la interacción de 34 músculos faciales incluyendo los zigomáticos, el geniogloso, los pterigoides, el bucinador y el masetero. Entre todos, el fundamental es el orbicularis oris, coordinador de un ejercicio bucal capaz de quemar siete calorías por minuto, de intercambiar cuarenta mil microorganismos en la saliva y de acelerar el corazón a más de cien latidos por minuto. Esta complicada red biológica está arraigada en el cerebro humano en un área conocida como el homúnculo; allí, cada órgano o función corporal tiene asignado una región y número de fibras nerviosas específico. Curiosamente, la que representa los labios ocupa más espacio que la de los genitales
Esta sucinta exploración del beso está motivada por recientes titulares noticiosos del mundo del entretenimiento que daban a conocer los detalles de una rara gala benéfica ocurrida en Sao Paulo: se trataba de un evento de recaudación de fondos organizado por la Fundación americana para la investigación contra el SIDA. Durante el acto los asistentes participaban en una inusual subasta: pagar por un beso de Ricky Martin, la superestrella del pop latino. Ana Paola Diniz, exitosa empresaria brasileña, compró un furtivo beso del cantante por la suma de 90 mil dólares. Según los reportajes este transcurrió durante unos 11 segundos que la protagonista categorizó de “inolvidables e indescriptibles” afirmando además que cada centavo pagado había valido la pena.
¿Está necesitado el ser humano de los besos? ¿Representan ellos una forma de lenguaje, un reflejo o un mero símbolo que a través de los siglos ha evolucionado hasta convertirse en un acto “comprable”? Durante el transcurrir cultural de Occidente hemos sido testigos de las múltiples caras del besar: en el catolicismo, el de Judas significó traición; en la legendaria pintura de Klimt la reconciliación de los sexos encarnada en el beso de Apolo a la ninfa Dafne; y para la temible mafia, la condena a muerte del receptor.
El arte y la literatura están rebosados de expresiones metafóricas sobre el besar, una de las más hermosas aparece en una fábula contenida en los textos de La Metamorfosis de Lucio Apuleyo (Siglo II d.C.). En ella se alude al símbolo del beso describiendo el alma representada en Psique que duerme en un sueño eterno intentando alcanzar al amor (representado en Eros), quien, al besarla, le despierta recibiendo así ambos la inmortalidad a manos de Zeus. Esta historia fue recreada en la escultura neoclásica del siglo XVIII por el italiano Antonio Canova en la pieza Cupido y Psique exhibida en el Louvre de Paris; como alegoría al poder del beso podría considerarse única al haber encarnado en la pre-modernidad una versión tan sublime de dicho poder.
La propia filosofía ha cuestionado la relación del besar con el existir. Lo hizo hace tres siglos Francesco Patrizi de Cherso (1529-1597) principal crítico de la corriente aristotélica prevaleciente en su época cuando afirmó sobre el beso que éste encarna en sí mismo el misterio de la mediación entre el cuerpo y el alma. En un tratado de 1560 Patrizi también alertó sobre las ventajas anatómicas pertinentes en el arte del besar y la conveniencia “de empezar por la mejilla, donde se alberga la belleza del rostro”.
Inquieta entonces observar cómo el beso, osculum, basium o savium, aún cautiva al ser humano en pleno siglo XXI a juzgar por el alboroto rickymartiano ya narrado; parecería que el besar ha vuelto a estar de moda. En un tratado de su autoría publicado en 1560 Patrizi opinaba que “(El beso) es un mutuo arrendamiento de bocas, una transacción frecuente sin fin crematístico en algunos casos, en otros con un claro fin de progresar del beso al matrimonio y al patrimonio”. El lector juzgará por cuenta propia la pertinencia de tal aseveración ante los hechos acaecidos durante la gala benéfica ya narrada; mas parecería que nos debatimos entre la visión histórico-cultural de un acto a todas luces profundamente significativo, y su evidente banalización a manos del mejor postor.