Fue Porfirio Díaz, el dictador, y no Benito Juárez, el Benemérito de las Américas, quien dijera: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Juárez no era anti-norteamericano. Todo lo contrario. Era un federalista admirador del pueblo y el sistema estadounidense. La Constitución de 1857 que hizo de México un estado laico, y las reformas que a partir de 1861, tras el cruento conflicto civil conocido en los textos mexicanos como “La guerra de los tres años”, impuso Juárez ya como Presidente, estaban inspiradas en la libertad del sistema democrático estadounidense.

Durante la guerra que siguió a la aprobación de la Constitución que despojó al clero de las riquezas e influencias políticas que hacían de la Iglesia Católica el verdadero poder en México, el apoyo de Estados Unidos a los constitucionalistas, es decir a los liberales, conocidos como los “rojos” y los “puros”, resultó decisivo y permitió finalmente su victoria sobre las fuerzas del presidente Miguel Miramón, conservador y católico. Juárez tenía la guerra perdida.

Las tropas de Miramón, con el control de casi todo el territorio mexicano, le habían prácticamente confinado en Veracruz y sus fuerzas comandadas por el general Degollado estaban exhaustas y aisladas. Cuando se le atacara por mar, con barcos comprados en Cuba, Juárez acudió al auxilio estadounidense. Con la intervención de la flota dirigida por el almirante Turner, en cuyo honor luego se erigieran bustos en México,  Juárez logró cambiar el curso de la guerra. La Ley Lerdo, y la que lleva su nombre,  completaron la separación del Estado y la Iglesia. Esas medidas no fueron gestos contra su vecino del norte. Por el contrario, el acuerdo McClean-Ocampo, que Juárez auspició durante el conflicto, reconocía derechos de paso a Estados Unidos sobre  parte del territorio mexicano que los conservadores desaprobaron y combatieron.