¿Será 2020 tan explosivo como el año que está llegando a su fin? Es la angustia que abraza a los gobiernos de todo el mundo, aún desestabilizados por levantamientos populares masivos e inesperados. En Chile, de donde vengo, pero también en el Ecuador, Venezuela, Bolivia, Francia, Irak, Líbano, y Egipto, entre otros, este año hemos visto a millones de personas invadir las calles, paralizando todas las actividades en sus países. Los contextos son diferentes, pero en todas partes podemos ver los ecos de una revuelta mundial contra las desigualdades extremas y la degradación de los niveles de vida.
Lo más irónico es que, el 10 de diciembre de 1948 – hace 71 años- todos estos países apoyaron con entusiasmo la Declaración Universal de Derechos Humanos. De acuerdo con este documento que sigue siendo visionario, se comprometían a respectar no sólo los derechos civiles y políticos (por ejemplo, el derecho a la vida, la libertad de expresión y de religión), sino que también los llamados derechos económicos, sociales y culturales (por ejemplo, a remuneraciones equitativas y satisfactorias, vacaciones periódicas pagadas, acceso a la educación, la salud, y a los servicios sociales necesarios). Todos derechos cada vez más vulnerados en un mundo cada vez más desigual. El año pasado, el 82% de la riqueza mundial generada fue a parar a manos del 1% más rico de la población mundial, mientras el 50% más pobre –3 700 millones de personas– no se benefició lo más mínimo de dicho crecimiento.
Frente a los reclamos populares, encontramos gobernantes cada vez más desacreditados, que se excusan argumentando que las arcas están vacías. Nos plantean que se ven forzados a tomar medidas de austeridad, nos quieren convencer de que no tienen dinero para financiar servicios públicos de calidad, que carecen de los medios para dotar a sus adultos mayores de pensiones decentes, y que no pueden hacer frente a la crisis climática.
Sin embargo, la evidencia muestra que las medidas de austeridad no son la solución. Sólo agravan las disparidades de género o raciales, sumerge y mantiene a las personas en la pobreza y las priva del acceso a la salud, la educación o la vivienda. La ciudadanía que se manifiesta reclama un aumento progresivo de los ingresos fiscales para otorgar a la población los bienes y servicios necesarios para una vida digna.
Existen varias opciones de política pública que le permitiría, incluso a los países más pobres, aumentar sus arcas fiscales. Dentro de aquellas soluciones, se hace cabe más imperante el que los países cambien el sistema fiscal internacional, que no es solo obsoleto, sino que también injusto. El sistema actual permite la evasión fiscal sistemática por parte de las multinacionales. Ellas pueden declarar sus beneficios en los países de su elección, manipulando las transacciones entre sus filiales. De esta manera, consiguen ser deficitarias allí donde los impuestos son elevados -incluso si es en estos países donde generan más actividad económica-, para reportar altos beneficios en jurisdicciones donde los impuestos son muy bajos o incluso nulos -aunque en realidad no tengan clientes.
Este no es un problema menor. Por ejemplo, en Estados Unidos, 60 de las 500 empresas más grandes, entre ellas Amazon, Netflix y General Motors, no pagaron impuestos en 2018, a pesar de un beneficio acumulado de 79.000 millones de dólares. Los países en desarrollo se ven privados de al menos 100.000 millones de dólares anuales, que son desviados a paraísos fiscales. Esta suma es mayor que todo el dinero destinado por los países ricos a la asistencia al desarrollo.
Si las multinacionales – y los super ricos- no pagan la parte justa que les corresponde de impuestos, los gobiernos no pueden invertir en acceso a la educación, salud, pensiones decentes ni tomar medidas que permitan mitigar y adaptarse a la crisis climática. Asimismo, la carga tributaria se desplaza los más pobres, usualmente a través de impuestos regresivos al consumo, como el impuesto al valor agregado (IVA). El impacto es aún mayor para los países en desarrollo, ya que dependen más de los impuestos corporativos: ellos representan el 15% de los ingresos fiscales totales en África y América Latina, en comparación con el 9% en los países ricos.
Esto es lo que llevó recientemente a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) a pronunciarse por primera vez a favor de un cambio de las reglas fiscales internacionales. Sin embargo, como hemos señalado en la ICRICT -una comisión de reforma tributaria internacional de la cual soy parte- su propuesta no es lo suficientemente ambiciosa ni justa. La OCDE quiere repartir solo una parte muy limitada de los impuestos, y según criterios que beneficiarán en primer lugar a los países ricos, a expensas de los otros.
Por eso, es imperativo que los gobiernos de los países en desarrollo se movilicen. Por primera vez, tienen la posibilidad de hacerse escuchar. Si bien es claro que las naciones más ricas tienen más poder en las negociaciones, la OCDE ha invitado 135 países a expresarse sobre el tema en las próximas semanas. Si algunos gobiernos no han entendido aún la importancia de los temas en juego, somos nosotros, la sociedad civil organizada y los ciudadanos de a pie, quienes debemos intervenir para presionar a nuestros gobernantes.
En este Día Internacional de los Derechos Humanos, nos corresponde a todos asumir un compromiso claro con la cuestión de la fiscalidad internacional, dejando de considerarla como una cuestión técnica que debe ser discutida a puerta cerrada. Debemos trabajar colectivamente para poner los intereses de la mayoría de los ciudadanos por sobre las ganancias, muchas veces desmedidas, de un grupo reducido de accionistas. De Santiago a Beirut, las calles nos lo recuerdan: la lucha por los derechos humanos es también la lucha por una vida digna, sin el miedo al hambre y la pobreza.