A los siete años se vive la naturaleza divina sin tener conciencia de ello; es un hecho tan natural como respirar o contemplar el sol en los amaneceres. Cada niño y niña de siete años se sabe co-creador/a con Dios y lo refleja en sus juegos.
A esa edad había descubierto yo el barro, material mucho más abundante en mi mundo que la plastilina de la escuelita de monjas donde mi madre me llevaba hasta que me aceptaron en el tercer grado de la escuela primaria sin pasar por el primero ni por el segundo, puesto que leía con fluidez toda palabra desde los cinco años.
Las Hermanas del Cardenal Sancha me cuidaron y me enseñaron Macramé y Punto de Cruz, además de hacerme leer libros infantiles y permitirme jugar con plastilina y con cientos de costosos juguetes. En su mundo de alabanzas a Dios, de pequeñas mesas y sillas, pizarras verdes y hermoso patio de recreo había orden, había limpieza; había sentido y propósito.
Así como son transformados por Él las almas, los seres y las cosas, tomaba yo el barro o la plastilina en mis manos y los convertía en tazas, platos, cafeteras, cucharas, tinajas, caritas, muñequitos, sillitas y calderos. Tenía la destreza de la hija del alfarero; de la heredera del Rey de Reyes, del Dios cuyo torno son las palabras y nosotros, sus vasijas de barro.
En moldear figuritas me entretenía, cuando llegó hasta mi esquina de juegos una mujer incapaz de reconocer maravilla alguna, por infarto terminal del entendimiento, por estrechez permanente del corazón que ama. Y me acusó de comer tierra.
Pude haber abierto la boca para que en ella contemplara, no residuos de barro, sino el universo completo como –según la leyenda hindú– hizo el pequeño Krishna cuando su madre Yashoda lo responsabilizó de lo mismo. O pude haberle respondido, siguiendo al imberbe empoderado de su esencia divina: “¿Soy un niño o un mocoso tonto o un necio loco para comer barro?”.
Pero a la frustrada mujer no le tocaba conocer las maravillas del universo a través de mi boca, ni aunque pudiese olvidarlas inmediatamente volviese yo a juntar las mandíbulas, como el mito indio cuenta de Yashoda, la reina de Nanda.
La enseñanza era para mí, porque entienden siempre quienes pueden, que son exactamente quienes deben: el cielo decidió que yo sabría en todo tiempo quien soy y a lo que tengo derecho; y que no permitiría que nadie, excepto Jehová de los Ejércitos, me definiese o me impusiese límites.
Ya no juego con barro ni con plastilina: la infancia pasó. Ahora soy una mujer, ahora construyo con palabras universos completos de dimensiones y coordenadas magníficas, donde la gente es feliz al verse como Dios la ve y al creerle más allá de la lógica y de la razón. Ahora mi boca y mis manos testimonian y ejercen el poder divino que me fue revelado por primera vez a los siete años.