Pedernales vivió una época en que había tantos José que el mismo pueblo se las ingenió para distinguirlos. A cada uno le agregaba un mote conforme los rasgos físicos o la actividad que realizaba o el origen familiar o por simple imaginación.

José Matamosca, José Molleja, José Piquito, José Marrano, José Botella, José la Burra, José Sicote, José Guiguí, José Edesur, José el Gordo, José Cebotibio, José el Anémico, José Bota, José Mai, José Linda, José Evangélico, José Mema, José Quique, José Cacamo, José Borola o José Carmela, José Patablanca, José Chicho, José Mimina, José Canana, José Mambroso, José Bombón, José Brazolargo, José Cañañá, José el romántico, José Chuchú, José Brazolargo, José Chicho, José Bena…

Otros no eran José, pero igual reflejaban el colorido del humor pueblerino de las décadas sesenta hasta el noventa, cuando   esta provincia en el extremo meridional de la República Dominicana no era, todavía, un Macondo cualquiera:

Siempre Alegre (el primer cura), su hermano, el profesor Fano, brillante en las matemáticas, ahora muy enfermo; Luis Carita, primer corresponsal de Radio Mil Informando.

Otros:  Ocá, Efraín Pilón, Confé, Talisayo, Bobó, Palito, Bulino, Chichó, Batín, Tíguere Moña, Chichí, Manolo, Jenaro y Tita Barraco, Rafael Nandó, Cabo de Agua, Chochón, Miguel el Pato, Chichí Barba Roja, Piecigaña, Pirunga, Bullí, Bullén, Maíto, Kikí, Cajón, Cula, Pampán, Lelena, Chacón…

UN PUEBLO TRISTE   

Cachirula era un negro fuerte, sin formación académica, pero honrado y amistoso. Agricultor, perredeísta de pura sangre cuando era riesgoso serlo.

Cuando el PRD y aliados ganaron las elecciones, el 16 de mayo de1978, el síndico de Pedernales, Alejandro Revólver lo designó como “sereno del Mercado Municipal”. Pero él rezongó de inmediato. Un dirigente de su nivel  –criticaba–  no se merece ese trato. “Eso e una falta de respeto”, murmuraba con su voz grave.

Pasaron los días, reuniones iban, reuniones venían, y Cachirula no paraba de respingar, hasta que le cambiaron el nombramiento. La oferta: “Vigilante diurno del mercado modelo de Pedernales”.

Él, entonces, sonrió, henchido de satisfacción. Y comentó: “Ahora si hablamo; ahora sí”.

Al guardia Jenaro Pérez Matos (Barraco, Barraquito o Nandó) lo pensionaron por antigüedad en el servicio. Pero nunca se quitó el uniforme. Sus vínculos con la milicia eran  tan fuertes que hasta vendía a la milicia camisas, zapatos, correas y franelas. Su frase comercial de guerra era: “Neno, mira ese pantalón. Ni los tocones lo rompen”.

Barraco, un negro menudo y flaco, había llegado a Pedernales a inicios de los años 40 del siglo pasado, como raso del Ejército, junto a su compañero de fusil Telesforo Reyes. Estos amigos tenían en común que fueron pensionados como cabos.

Un día de sus acostumbradas caminatas como vendedor de aperos militares, se encontró con Telesforo. Le hizo varios chistes. Él rio de buena gana y le recordó sus mil y una peripecias para evadirse de los servicios. Luego le contó a su nieto La Puerquita: “Mira mijo, ese Barraquito que ves ahí, lo conozco desde que llegué de puesto a Pedernales. Llegó del Cibao y nunca dejó su i, cuando hablaba, ni su humor. Por eso nunca hacía “yuca” (turno). Él llegaba dos hora ante y comenzaba a hacé chistes…”

Contó Telesforo que, al final, cuando llegaba la hora de Barraquito marcharse a cumplir el servicio, los contertulios de la fortaleza le pedían a gritos que se quedara para seguir con la diversión. Y él, “sin querer queriendo”, aceptaba la propuesta.

Barraco acostumbrada a visitar a Nidia, cada Mañana. Ella, siempre atenta, le dijo: “Aquí tengo café, jugo y chocolate, ¿cuál quieres?”

–¡Nidia, las tres cosas!.

–Pero tú eres un viejo mañoso. ¿Cómo quieres que te dé las tres cosas?

Barraco replicó:

–“A Dios, carajo. Mañosa ere tú. Son tres cosa, y quiere yo coja una sola ¿Cuál es el mañoso de lo dos?

“Qué pasa, Neno; la guardia e la guardia, y el guardia lee hasta al revé”, siempre advertía Barraco a los demás para dejar claras sus habilidades. Pero con la barquilla no le dio resultado.

Resulta que en una ocasión compró una barquilla y botó el cono porque entendía que era igual a los platos plásticos, pues, presentaban el mismo color. Se quejó amargamente al ver que otro lo recogió y  se lo comió: ¡Coño, pasé por pendejo! Otro día compró una comida en plato plástico y dijo con orgullo: “Ahora Barraco no pasará por pendejo”.

Parece que el humor de este militar se esparció por la familia.

Su hijo Jenaro tiene muchas historias, como la del capitán del Ejército. Trabajaba como chófer del autobús amarillo que transportaba a los empleados de la minera estadounidense Alcoa Exploration Company. Una mañana, con el vehículo cargado de empleados de la compañía, pasó a mil por el puesto de chequeo de la Fortaleza Enriquillo, rumbo a Cabo Rojo, donde operaba la empresa.

Al ver la acción, un capitán corrió y se montó en un “concho”, y le siguió. Por todo el camino le gritaba que se detuviera, sin que éste obedeciera. Y, diez kilómetros después, casi al llegar al destino, lo detuvo, y subió a la “guagua”. A la vista de todos, le gritó todos los improperios que le llegaron a la memoria: 

–“Uté e un freco, uté priva en bueno, uté no repeta, charlatán…”

–“Yo no lo vi, comandante, yo no le vi”.

–“¿Cómo que no me vio? Sí, señor, uté me vio”.

Los pasajeros lucían estupefactos con el silencio pasmoso de Jenaro frente a los ataques del oficial.

Al llegar al puesto de Marina, a la entrada de Cabo Rojo, el capitán bajó del autobús. Y uno de los viajeros le enrostró:

–“Pero, Jenaro, te dijo de to y te quedate callao. Si hubiera sido con nosotros, te come a todo el mundo”.

–“¿Cómo que no le dije? Yo también le dije de to. Nos dijimo”.

–“Pero no abrite la boca pa respondé”, replicó el pasajero.

Jenaro ripostó: –“Lo que pasa e que él me habló por fuera y yo le contesté por dentro. Le dije de to, incluso le dije: ¡Bájese de mi guagua, charlatán. Se lo dije por dentro. Ta dicho comoquiera”.      

El profesor Ruperto Vólquez Medrano fue testigo de primera línea de las ocurrencias de Jenaro. En el aula le preguntó: ¿Cuántos son 3×7? Jenaro comenzó a tartamudear. Mascullando, mientras contaba con los dedos de las manos, se le oía decir: tres por una, tres, tres por dos, seis… siete, ocho… “Aguanta, Ruperto, aguanta”, pedía mientras seguía en su intento estéril.

Ruperto interrumpió y le preguntó con su voz aflautada y ronca: “Pero Jenaaaro, ¿No sabes cuántos son 3×7?”

–“Pero, Ruperto, por eso fue que vine a la escuela, porque no sé. Si hubiera sabido, no estuviera aquí, Ruperto. ¿Para qué tú quería que yo viniera?”

Rafael Nandó representa un mundo de cuentos. En él percibe más la musicalidad en el hablar particular de los Barraco. Chacón, hijo de Jenaro, sabroseando las palabras y riéndose de vez en cuando, ha referido la pelea entre Mon Matilde y Rafael Nandó.

Mon era diestro en el boxeo, igual que en béisbol y en la ejecución del saxo. En el cuerpo a cuerpo, Nandó perdía, pero logró aprovecharse de un descuido de Mon, y lo tiró al suelo. Sin perder tiempo, le mordió una oreja. Y dicen que Mon, al tris del desmayo a causa del dolor, le preguntó a Nandó: ¿Me va a matar de verdá, Nandó? 

Sergio Binet, otro de esa familia, pequeño, pero travieso. Estudiaba y jugaba béisbol, pero soñaba con trabajar en la compañía para para ganarse unos pesos. Y un día le llegó la oportunidad: un par de meses como ocasional. Pero en víspera del inicio de su faena en la minera, domingo en la noche, se fue al burdel de Campeche, en periferia nordeste del municipio, sitio cumbre de cueros y gozadera. Allí se pasó de tragos, pero, para que el sueño no le jugara mal con la realización de su sueño, al filo de la medianoche, optó por amanecer en un asiento trasero del autobús de Alcoa, estacionado en la calle Jenaro Pérez Rocha, frente a la Policía. Hasta allí llegaban los conocidos chóferes Apuleyo, Ramón Féliz y el mismo Jenaro, entre otros, para comenzar su recorrido y recoger a los empleados que hacían turnos de ocho horas.

Sergio creía que su plan iba perfecto. Si se dormía en el vehículo, le llamarían. Así que no bien había entrado, cuando se tiró al asiento y, en segundos, sus ronquidos parecían a los sonidos desafinados del emblemático trompetista Ojitos Verdes en sus días de borrachera.

El chófer de turno hizo su recorrido de ida y, a la vuelta, se estacionó nuevamente en la parada frente a la Policía. Y Sergio seguía en su sueño profundo, anestesiado por alcohol. De repente, despertó espantado cerca de las tres de la madrugada. ¨¡Coño, yo que he perdío mi sueño aquí, pa que la guagua no me deje, pero eto hijo de su mardita madre no fueron a trabajá”.

Lulú, otro de los Barraco, también soltaba sus pizcas de humor.

En aquel Pedernales, para viajar a Barahona y la capital con los chóferes tradicionales, se requería ir o llamar un día antes para inscribirse en una lista y así asegurar los asientos. Luego, los buscaban en sus viviendas. A Lulú le tocó hacerlo un día. –“¡Buenos días! Oye, guárdame cuatro asientos ahí…”

–“¡Buenos días! Sí, dígame la dirección y  los nombres”

–“Ok. Chochón, Chichita, Chichí, Kikín”.

El interlocutor le preguntó: ¿Pero esa e la casa de lo chinos?

Los personajes populares le dan vida al pueblo, fortalecen su espíritu, lo alegran. En Pedernales, sin saberlo, tal vez representan la última compuerta que le queda a la tristeza para entrar y adueñarse del escenario.