Maleable, frágil, arcillosa: así ha sido Santo Domingo en sus quinientos años de historia.

Su proyecto de modernidad se produjo con Trujillo (1930-1961) y desde entonces los dispositivos que permiten su devorar cotidiano están a la vista de todos. En la Era se combinó modernidad y represión, ampliación de las redes eléctricas y vías comunicaciones con la anulación del yo. Los espacios residenciales y productivos tenían que imponerse en el afuera del espacio público, porque otra manera de legitimarse no existía.

Pensar la ciudad moderna dominicana es tensar una cuerda que va de lo público a lo privado, del trujillato con sus partidos dominicanos a los modelos Baninter – Plaza Lama – La Sirena y otros negocios transformando los centros históricos urbanos en Santiago, Moca, La Vega, y de Santo Domingo. Las Avenidas Duarte, Mella y la 30 de Marzo en Santo Domingo son muestras del capitalismo salvaje que nos media, devastando barrios enteros. La vieja Villa Francisca es un cráter lunar y la mítica calle 16 de Agosto sólo vive en los sueños o pesadillas de José del Castillo o en algún cuento dominguero del Gordo Oviedo.

A estas prácticas de urbanidad en función comercial se le agrega la apropiación del espacio público. El ejemplo de Telemicro, en el Parque Independencia, es el más flagrante de todos. No solamente se apropiaron de un espacio histórico, el Teatro Independencia, casa del cine y teatro dominicanos, sino que rompieron las dimensiones sacrales del Altar de la Patria. Como corona de su avasallamiento, se apropiaron de un trayecto de la vía pública que oxigenaba la Avenida Bolívar, creando un anodino parque.

El modelo “Telemicro” vuelve a repetirse en estos días en un espacio que a todos nos duele, por nuestros vínculos emocionales: la Barra Payán, modelo de empresa durante más de 50 años, punto de pasada nocturna para más de tres generaciones, lugar donde todos hemos sido felices alguna vez.

A mediados de los 90 escribí un artículo celebrando a la Barra Payán por su concepto empresarial y de servicio. Marcos Payán, su administrador, incluso lo pegó en sus paredes, recibiendo de paso cantidad de emails rememorando esa comida desde Buenos Aires hasta Milán. Incluso, en una que otra fiesta berlinesa, me pongo una franela de empleado payanés, porque ¿qué otra manera habrá de celebrar la dominicanidad por esos alturas nórdicas?

Aún así, amor no quita conocimiento. Payán también se ha ido expandiendo por todo el tramo de la calle Don Bosco con una vocación cuasi imperial. Ciertamente que sus gestiones demandan parqueos, nuevos locales, etc., pero tampoco ningún negocio tiene derecho a fracturar la vida barrial, y más de un espacio tan sensible como el del Barrio Don Bosco.

Todo parecería comprensible hasta este octubre del 2014, cuando la Barra Payán homenajea a su fundador, Juan Payán, recientemente fallecido, con un busto en un espacio que entendemos debería ser público y por lo visto ya no lo es.

¿Cómo es posible concederle a una parafernalia empresarial un espacio que es de toda la ciudad?

La propuesta de Barra Payán podría ser parecida a la de los Corripio con su “Monumento al Inmigrante”, localizado en la Av. 27 de Febrero con Ortega y Gasset. La gran diferencia entre Payán y Corripio es que esta última ha desarrollado una gran labor social, reinvirtiendo parte de sus beneficios en proyectos culturales y sociales. De Payán, aparte de sus míticos zapotes-K y sándwiches Completos, no conocemos ninguna vocación social, nada que no sea el normal desarrollo de una empresa.

Si la ciudad a partir de ahora integrará un busto del Sr. Juan Payán, ¿qué le darán los Payanes a la ciudad? ¿Sólo la demostración de su fuerza, de sus éxitos, de mantener una gran empleomanía?

A estas alturas del siglo XXI el éxito empresarial conlleva también un nivel de responsabilidad social. No hay que saber de George Soros o de Bill Gates para saber que no todos los millones tienen que enfriarse en una caja bancaria. No hay empresa que se pueda mantener al margen del desarrollo social, porque no se debe engordar el buche hasta que explote.

Si Tele-Micro se apropió en los 80 de un importante pedazo de la vía pública, que ha dificultado el tránsito en los alrededores del Parque Independencia, ahora Barra Payán asume natural lo que también le queda en sus mediaciones, proyectándose sin dar nada a cambio, sólo vendiendo sus frutas, jugos y sándwiches.

En nuestro país todo comienzo con lo simpático y luego se puede convertir en rejas, cuando no en regla.

A pesar de todos nuestros afectos y  buenos recuerdos, la Barra Payán se sitúa ahora con un efecto cancerígeno sobre el espacio de Don Bosco. De prosperar ese modelo, cualquier empresa de éxito tendrá el derecho a homenajearse a costa de la ciudad y el ciudadano. Imaginarse una ciudad con más estatuas que puentes en Venecia sería parte de una pesadilla urbana.

¿O deberíamos decir, “Bienvenidos a Santo Domingo, donde todo es posible”?