Aún los más duros críticos de Joaquín Balaguer debemos admitir que fue un gran orador. Poco importa que condenemos su larga lista de asesinatos y que consideremos que en otras áreas de la literatura su obra fuera mediocre, que, como me dijo una tarde don Manuel del Cabral, “Balaguer fue un enano en la poesía y un gigante en la crueldad”. A pesar de ello, debemos reconocer que Balaguer fue un verdadero tribuno.
Para demostrarlo, compartiré mis impresiones sobre el panegírico que pronunciara el 2 de junio de 1961 ante el féretro de Trujillo. Antes de comenzar, debo advertir que este es un análisis puramente “técnico” de ese discurso y que, por supuesto, no comparto en lo absoluto su contenido.
Un panegírico debe basarse casi exclusivamente en el pathos, el llamado a los sentimientos de los oyentes. Es evidente que el logos, que llama a la razón, y el ethos, que se refiere a la credibilidad del orador, deben ocupar posiciones muy secundarias. Sin embargo, estos últimos no deben estar ausentes.
Balaguer llama al ethos cuando comparte con los asistentes al funeral de Trujillo ejemplos concretos de su cercanía al dictador El hecho de que el panegírico haya sido pronunciado por alguien cercano al difunto amplifica la solemnidad de la pieza oratoria, así como su capacidad para conmover al auditorio:
“¡Quién nos hubiera dicho que el hombre extraordinario a quien hace apenas dos días vimos partir sonriente de su despacho del Palacio Nacional, iba a volver a él pocas horas después cobardemente inmolado!”
Y:
“Recuerdo que en una ocasión inolvidable me dijo con cierto timbre de emoción en la voz: ‘Yo pienso siempre mucho en los muertos’”.
Tampoco olvida Balaguer mencionar los hechos. Sabedor de que en un panegírico el logos no debe ser el protagonista, advierte:
“No es esta la hora de hacer la apología de la obra y de la figura de Trujillo”.
Pero no se trata sino de una astucia de tribuno, de una paralipsis, esa figura de estilo que consiste en mencionar lo que se ha prometido omitir. Porque, pocas líneas después, Balaguer agrega:
“Sus obras permanecerán mientras permanezca la república y exista en ella un solo dominicano consciente de lo que significa el tratado fronterizo, la redención de la deuda pública. La independencia financiera, las ejecutorias cumplidas en el campo de las obras públicas, de la agricultura, de la salud y de la asistencia social […]”
Pero Balaguer reserva el grueso de sus armas retóricas a atizar los sentimientos de quienes le escuchan, ya desde la primera frase:
“He aquí, señores, troncados por el soplo de una ráfaga aleve, el roble poderoso que durante más de treinta años desafío todos rayos y salió vencedor de todas las tempestades”.
Cuando califica la ráfaga de aleve, recurre a la prosopopeya o personificación, pues los aleves fueron, a su juicio, quienes la dispararon. Me parece que usa esta figura porque le evita mencionarlos como forma extrema de desprecio. Por otro lado, la comparación de Trujillo con un roble es acertada. Los antiguos griegos consagraron el roble a Zeus, el más importante de sus dioses, cuyas armas eran precisamente los rayos.
Balaguer salpica su discurso de exclamaciones, la manera más fácil de transmitir emociones:
“¡Qué grande hombre fue Trujillo y cómo se proyecta su estatura de prócer sobre la historia dominicana!”
Y recurre sin moderación a las hipérboles o exageraciones:
“¡La tierra vacila todavía bajo nuestros pies y parece que el mundo se ha desplomado sobre nuestras cabezas!”
Hay párrafos que parecerían haber sido escritos sin ninguna influencia de la retórica. Pero no es así. Al echar mano al paralelismo, al aplicar la misma estructura a frases sucesivas, Balaguer aviva con cada oración la intensidad de su discurso:
“Muda está ya la boca de donde salieron tantas órdenes de mando. Inmóviles se hallan sobre el pecho, donde el corazón ha cesado de latir, las manos que sostuvieron la espada que simbolizó durante cuarenta años toda la fuerza física de la nación. Exánime y vilmente atravesado por los proyectiles, yace ahí el pecho heroico donde flameó orgullosamente, como si flotara en su asta, el lienzo tricolor”.
Balaguer no se limita a hacer la apología del gobernante, sino también la del hombre. Para él, Trujillo fue “fundamentalmente bueno”, “humano, demasiado humano”, dueño de “un carácter recio”, de “una voluntad monolítica”, de una fe que “permaneció incólume”. Balaguer llega a defender su afición por las condecoraciones y a atribuir la responsabilidad de sus crímenes a los verdugos a quienes encomendó su ejecución.
Y aquí se mezcla Balaguer, el Tribuno, con Balaguer, el Político. Porque el primero trabajó para el segundo. Al defender a Trujillo y a su régimen, defendió su futuro político personal. Cuando promete al cadáver que “no omitiremos medios para impedir que se extinga la llama que tú encendiste en los altares de la república y en el alma de todos los dominicanos”, no habla de la dinastía de los Trujillo, habla de sí mismo. No habla como presidente, sino como heredero.
La semana que viene analizaré el panegírico pronunciado por Leonel Fernández durante el sepelio de Juan Bosch. Entenderán el desánimo que me embarga cuando oigo decir que es el más grande intelectual de nuestros tiempos.