Las callosidades de mis manos se asemejan a la cordillera central en miniatura; y los surcos en mi rostro se los debo al sol que cada mañana me recibe con sus brazos de fuego para que el sudor esculpa las huellas de una vida atrapada en el fango y la opresión.
Sé que no pueden verme con claridad porque me esconden en unas cifras donde los economistas neoclásicos atisban solo números y relaciones entre variables sin enterarse que existe una biografía, la mía, cargada de injusticia e inequidad.
Sin embargo, sigo aquí como siempre, trabajando, sobreviviendo, a pesar de las predicciones sobre mi inevitable desaparición con el desarrollo del capitalismo. Subsunción real del trabajo al capital, decían, pero como la realidad es mucho más compleja que cualquier aproximación a ella, persisto y me apego a la tierra como la hiedra a la pared, que según el bolero, no pueden separarse jamás.
Mi verdadera historia empieza con la ocupación haitiana en el siglo XIX. Petión me engendró, antes que él yo apenas era una fantasmagoría, una sombra en lontananza, hasta que se fraccionó la gran propiedad territorial de la Iglesia y las familias pudientes que emigraron. Grandes extensiones de tierra, en su mayoría ociosas…tierra agreste reclamando un amante que la preñara de verde en todo lo largo y ancho de su geografía mineral.
Poco a poco fui creciendo y me convertí en mayoría; también sujeto heroico en nuestras luchas por la Independencia y la Restauración, alternando el machete y la azada entre la producción de alimentos y la cosecha de nuestra nación.
En ese trajinar fui sujeto actor de primera línea, condición olvidada por aquellos que escribieron y leyeron la historia de mis desdichas con espejuelos europeos, pero como mi existencia no encajaba con sus teorías, optaron por reemplazar mi esencialidad por una caricatura.
La revolución restauradora me libró del antiguo amo colonial al mismo tiempo que preparó el escenario para que un nuevo agente llegara a predicarme las bondades del progreso y la modernidad: eran los albores del capitalismo periférico. El cambio invirtió mi relación con la producción y me obligó a producir para el mercado y lo sobrante para el autoconsumo.
Es cierto que fui activo en las montoneras, pero no con un proyecto propio sino sirviéndole a los caudillos locales en condición de servidumbre.También me convirtieron en “beneficiario” de las migajas que paternalmente me tiraba el amo para asegurarse de un tipo de lealtad perruna, y de ese modo conseguir que mi sangre abonara y garantizara la propiedad de sus tierras, esas que que siempre me fueron ajenas.
Por participar en las montoneras, el tiempo de Concho Primo les dicen, ciertos intelectuales iniciaron en mi contra un tipo de guerra que desconocía: la degradación de mi imagen. Una caricatura de Bernardo Gimbernard me capturó con machete al cinto y un acordeón en las manos, proyectando mi supuesta naturaleza levantisca y la aficción por la juerga. Otro intelectual de la ciudad que logró un éxito notable en estigmatizarse fue José Ramón López, asociándome a la “imprevisión, la violencia y la doblez”.
Con la misma intensidad me acusaban de reproducirme como los curíos, ignorando una característica que me distingue de cualquier otro agente productivo, y es que soy mi propio empleado y mi propio patrón. La mano de obra familiar es todo lo que tengo para producir, por eso, la racionalidad económica es distinta; de hecho, no trabajo con el fin de acumular capital sino para mantener el conuco y la familia.
Aclarado esto, debo decir que en el juego de la vida me encontré hasta con el ampaya en contra cuando en 1916 nos invadieron los gringos para asaltar las aduanas y robarnos la tierra. Gavillero me llamaban, como que el ladrón era yo, cuando carabina al hombro luché en contra de esa injusticia. Sin embargo, al final no solo me despojaron de la tierra buena sino que tuve que refugiarme en la loma, tierra mala y lejos de los mercados, donde ni con mis oraciones pude zafarme de las enfermedades, el analfabetismo, el hambre y la desolación.
Vencido militarmente, con la instalación de los ingenios azucareros y los 31 años de la pesadilla trujillista me dieron el tiro de gracia entrándome a culatazos a la modernidad diseñada como un traje a la medida del dictador, al que por cierto, los guardias, los curas y el paternalismo como argucia clientelar, me enseñaron a venerar. Entonces me convertí de nuevo en un importante sostén político del que me explotaba y oprimía.
Después del ajusticiamiento del tirano, en el tiempo del Consejo de Estado realicé más de 8 mil intentos de recuperación de la tierra que me robaron; pero de nuevo, de víctima me convirtieron en victimario, acusándome de invasor. Figúrese usted, ¡dizque invadiendo lo que era mío! Por supuesto, ya no eran los terrenos comuneros que antiguamente poseía; en la modernidad temprana, a través del engaño, la fuerza, las leyes, y trampas de toda índole, mesuraron, deslindaron y titularon la propiedad que me arrebataron. Cuando intenté reclamar, me atropellaron como si fuese un enemigo… y los ricos se quedaron con todo.
Después conocí a Balaguer. Se me presentó como el elegido de una revolución verde, sin sangre. De repente caí en sus planes (de los gringos) de contrainsurgencia para que en el país no se repitiera la experiencia cubana del 1959.
Me prodigó piropos y hasta promulgó unas leyes agrarias que en lo formal parecía que me convenían. Pero en el fondo no fue así, la tierra en las que me asentaron, eran terrenos baldíos, nunca tocó el latifundio, y todo siguió igual: poca asistencia técnica, malos caminos, una red de comercialización donde el productor directo, o sea, yo, era el que menos ganaba; crédito agrícola limitado, sin mercado seguro, y un sinnúmero de carencias más. Sin embargo, me enamoró y se montó en mis espaldas mientras yo creía que como un líder, lo cargaba sobre mis hombros.
Les guste o no, mi historia es la historia del despojo y el abuso
Precisamente por eso quise hablarles ahora… ahora que tras la crisis alimentaria del 2008 y la pandemia actual del Covid 19, organismos internacionales y gobiernos del mundo me están “redescubriendo” como un actor estratégico para combatir la hambruna que se agudizará en los próximos años. El problema es que ya no creo en palabras porque en las décadas del los 70 y 80 me organicé y aprendí mucho, y aunque todo los esfuerzos organizativos se fueron a pique, de esas enseñanzas me queda el sustrato, por tanto, no soy el mismo.
Les aseguro que por primera vez temo por mi relevo generacional; a mis hijos no les hace sentido seguir esclavizados en el campo, y si el salir del fundo se mantiene como una conducta, prepárense para enfrentar la desnacionalización de la mano de obra en el campo, y también, para seguir incrementando la dependencia de productos importados. A los poderosos les da un pito ese panorama, pero quien pagará los platos rotos será el consumidor final.
Le digo al Gobierno que ahora o nunca. Si no actúa consecuentemente será muy tarde. Y si algún funcionario osara preguntar mi nombre, decidle que soy el campesinado.
PD: Si mis manos preñan la tierra y provee los alimentos, qué carajo importa que los fines de semana por corazón tenga un acordeón.