A Alexis Gómez

¿Cuáles cosas, en el mundo de hoy, podrían liberarme del riesgo que asumo cuando dejo correr mi pensamiento, ejerciendo mi libertad?

Camino en los pasillos de la Universidad y alguien me vocea: ¡Poeta! Sonrío y recuerdo la anécdota de Nicolás Guillén, caminando rápido por un pasillo entre gente muy útil, y alguien que le vocea también: !Adiós poeta!, y él que se vuelve certero y le responde, gritando igualmente: ¡Más poeta eres tú!.  Hay un procedimiento retorcido que sirve de base a todas las mistificaciones del lenguaje. “Poeta” se emplea entonces en el sentido de inofensivo, de inútil. Cuando a uno lo llaman “poeta”, siente, sin quererlo, el rastrillaje  del mundo de la eficacia pasándole inventario. Aunque Richard Rorty, el filósofo posmoderno más divertido, proclama que en la posmodernidad todos deberíamos ser poetas.  Porque hay una franja de creatividad, que abre un espacio ilimitado a la imaginación en el mundo cibernético, y Rorty predice que para apropiarse de toda la riqueza del mundo tecnológico, los seres humanos tendrán que tensar la imaginación.

No soy economista ni empresario. No soy dirigente político (está claro que no amo la riqueza material), y los abogados me enredan con facilidad. En la piel de esa vanidad tímida de que te voceen ¡poeta! en las calles, entiendo que nada me libera de la angustia y el riesgo de ejercer mi libertad. Yo sé por qué lo escribo. El tiempo es una entidad pétrea y dominadora. Yo sé por qué lo escribo. En una de las misivas del libro “Cartas a Evelina”, de Francisco Moscoso Puello, la imagen del poeta es otra: “En este país los poetas llevan consigo revólveres”- exclama-. Y luego da cuenta de su pena sin nombre como si fuera “un vacío de mi alma adolorida y contrita de tanto sufrir y padecer en este largo exilio del país de la razón, del buen sentido y de la sana moral”. Porque eso somos, una proclama furiosa contra ese “largo exilio del país de la razón ”, que el pensamiento ha tenido que soportar, avasallado por la pragmática del poder. Signo que está inscrito todavía en la desvergüenza que sopla desde ese ayer sobre la práctica política de hoy. Y en la degradación que significa el uso de la pobreza espiritual y del pensamiento como intimidación desde el poder.

¿Éste país está enfermo?

Llueven los crímenes, las instituciones son nichos de maleantes, la corrupción no avergüenza a nadie, los “líderes” saquean nuestras convicciones y hacen de la “patria” una ramera; como si toda la inútil realidad de la existencia nos condenara a un mundo que es irremediablemente lo que es. El desengaño de nosotros mismos, nuestros ímpetus enclaustrados; un país sencillamente secuestrado. ¿Se puede ser poeta, allí donde la revelación de nuestros sueños es una pesadilla?  ¿Para qué sirve un poeta? Se preguntaba Jean  Paul Sartre, frente a toda la desolación de la posguerra. Y después se apostrofaba a sí mismo: “¿De qué sirve “La náusea” ante un niño que se muere”- gritaba, reconociendo en ello su impotencia.

Ahí están los dos extremos en que se balancea el poeta en su balada, el poeta inofensivo, inútil, que se pavonea en la legitimación sublime de sí mismo (¡Adiós poeta!). Y el que alcanzó a ver Francisco Moscoso Puello, su revólver al cinto, seguro de que ya no sería posible refugiarse en la forja de sus proyectos o ensueños. Uno se desgarra porque el ser concreto, circunstanciado, es todavía más frágil, más débil ante la realidad. Alexis Gómez, por ejemplo, el poeta que acaba de morir, cuando le dio el derrame cerebral lo llevaron a la Clínica Abreú y lo rechazaron, y en la Abel González también. Lo admitieron con su seguro SENASA en la tercera clínica,  y era ya casi un cadáver, tres horas habían transcurrido. Si hubiera sido Amable Aristy Castro, o Féliz Bautista, o Francisco Javier Garcia, o Diandino Peña, etc., se hubieran volcado solícitos sobre el paciente. A fin de cuentas, ¿Para qué sirve un poeta? Y eso era lo único que Alexis Gómez era.