Es una noche apacible en esta ciudad. Es una, como otras de tantas en los vacios de la desmemoria que delatan la insustancialidad de las cosas que ya nadie recuerda como los abuelos de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Es una noche de junio, en una ciudad ajada por el humor de los licores y el engreimiento de los nuevos ricos que con sus esplendidos coches pululan por la Lincoln. Es simplemente Santo Domingo, lugar de agrupamiento y seducciones que nacen y mueren según el toque de  Gin Tonic, Dalmore Selene y la firma elegante que distingue a la Mont Blanc.

Es simplemente el lugar de las soluciones simuladas, bajo la virtualidad y digitalización del mercado y los medios de comunicación que desplazan y sustituyen por ilusiones fantasmáticas las utopías  del buen vivir. Es el sitio del desorden que inducen y cultivan los poderosos de turno (el peledesismo), figuras de origen en la que se disputan los poderes mágicos de la lámpara, tras el engolamiento narcisista. Es el sitio del goce quimérico que una y otra vez seduce al individuo por lo tecnológico y por el gran desengaño del proyecto moderno. Es el sitio de la inmolación, los miedos y las ilusiones. Es el lugar de la desesperanza, las decepciones y los cambios que nunca cambian. Es el territorio donde vivo y vivieron los abuelos  que llegaron en el 1959 por Constanza, Maimón y Estero Hondo.

Es el lugar por el que lucharon los venerables, arrancándoles al tirano Trujillo y a los burgueses engreídos que  lo apoyaban, su ideal de razón. Es junio y estoy en un lugar en el que los ciclos de la moda y el mercado van aunados y bendecidos por la Santa madre iglesia. Es el escenario de malos actores y narrativas eclesiásticas que todavía irrumpen en el Congreso para regenerar las fuentes patriarcales que “por si acaso” apoyan las ideologías de mujeres que se han atrevido a politizar su cuerpo y demandar el recurso de la memoria que distingue claramente el proyecto jurídico de las feministas liberales.

Es mi nostalgia, eso lo sé, por aquellos “hombres mártires”, jóvenes y adultos que con el recursos de sus manos, desencadenaron procesos para desencajar la dictadura como manifestación real de un escenario de opresión. Es junio y es mi memoria de una época en la que los abuelos marcaron distancia y ofrendaron sus vidas. Es la ciudad, la noche, el fracaso amoroso de estos simuladores, lo que me recuerda que todavía operan los sátrapas. Es junio en una geografía del desamparo. Es mi melancolía o quizás la tuya que me señala que los muertos de estas ciudad también hablan.