La poesía, erguida como poema, es como la felicidad, que a veces no tiene formas para ser nombrada. Un golpe o cinco minutos y luego la envidia, la aguda violencia, el matiz genocida. El dolor queda. No es como la ciruela que pasa. Queda. Dolor poniendo huevos en las esquinas; reptiles, telarañas de pelo naranja, qué hombre más absurdo de pasado ese. Déjame respirar tu sábado Azucena. Ese cuerpo tuyo trepidante. Déjame Azucena, en tu cuerpo construir una transición hacia la nada; déjame diluirme en ti, y ser paz, Atlántica o bahía. Azucena: quiero saturarme de tu nombre y tu olor arrabalero. Quiero que me enseñes a bailar como tus abuelas. Quiero que me cuentes de cuando sacabas chivos en los exámenes, con el coraje de quien a poesía limpia trilla el camino que va de Hato Mayor al sol.
Eres el frío. Eres el poder político. Eres el deseo deshumano por alantear. Quiero ser tu media mentira y escribirte como Ney Arias, en la calle como loca destruyendo altares y dilatando los abusos de la memoria. Tus recuerdos nos salen al paso: el primer beso (una italiana, princesa, en el barrio de Chapultepec; otros besos con una jevita llamada Arimenta en las arenas de Playa Caribe). Cuentas todo esto como si fuera de juguete; como si mi corazón fuese un toro, un tiovivo, o una cadera acalambrada.
Las mujeres salieron al balcón a echar un humito. La del pelo largo dio un copazo largo y se metió el encendedor entre los senos. La que estaba sentada hizo unos chistes sobre su abuelo, tomó cerveza, se enredó la falda alrededor de la cintura y se echó todo el fresco de la tarde entre las torneadas piernas. De pronto, como si no fuera con ellas, un aguacero las agarró por las cintura y las unió en un espacio de farsa, de Puerto Escondido, de labios, mordidas, pelos y señales. Una cacatúa al frente de una orquesta cantaba:
Tu mejilla es alabanza. El Deseo es la excusa. La escritura es frontera y tu cuerpo, el camino.