En este globalizado mundo del siglo XXI ya nadie con cierta capacidad de raciocinio discute que la comunicación, con el soporte de los avances logrados en el campo de la tecnología, se ha convertido en la piedra angular que define y moldea la existencia del hombre actual, y que su influencia es cada día más determinante.
La comunicación tiene vías, formas y medios diversos de cómo manifestarse siendo su “target” esencial la mente humana. En ella se trata de influir para obtener determinadas reacciones en el receptor haciendo cada vez más difícil la labor de persuasión. Esta realidad crea la tentación del uso de la publicidad subliminal.
Más en esta época de dificultades económicas tan persistentes, en que la competencia se intensifica y la labor de persuadir al consumidor requiere el uso de recursos cada vez más sofisticados. Para ello se cuenta hoy con el Neuromarketing un sistema de investigación, elemento auxiliar innovador que viene a sumarse a la disciplina de la psicología utilizada tradicionalmente para el estudio de la mente humana, con la diferencia de que este se adentra en los laberintos de la estructura y la función química, farmacológica y patológica del sistema nervioso y de cómo sus diferentes elementos dan origen a la conducta.
La simple enunciación de los límites a los cuales se podría llegar con los resultados y la aplicación comercial de este conocimiento, disparan los sistemas de alerta sobre los peligros que pudieran acarrear su uso incontrolado.
David Ogilvy uno de los más reconocidos publicistas norteamericanos, cuyos trabajos crearon leyenda en campo de la creatividad aplicada a la comunicación comercial durante las décadas de oro de la gestión publicitaria, no escapó al influjo de este tema tan controversial y subyugante.
Este gurú de la comunicación al referirse a la manipulación en la publicidad escribió en su libro “Ogilvy on Advertising”, que él conoció solo dos ejemplos de este tipo y ninguno de los dos ocurrió realmente. Cuenta que en el 1957 un investigador de mercado llamado James Vicary creó la hipótesis de que sería posible enviar comandos en la pantalla de televisión tan veloces que el televidente no estaría consciente de haberlos visto, pero que su inconsciente sí lo vería y lo obedecería.
A este gimmick le llamó publicidad subliminal, pero nunca llegó a probarlo y ningún publicista lo ha usado nunca. Desafortunadamente, su hipótesis encontró eco en los medios impresos y suplió la harina para los molinos de la brigada anti-publicitaria. En consecuencia, el Instituto Británico de Practicantes de la Publicidad solemnemente prohibió el uso de la publicidad subliminal – el cual, en su opinión, no existe.
En su exposición, Ogilvy expresa que “su único otro ejemplo de manipulación haría sudar a cualquiera y que él personalmente estuvo cerca una vez de hacer algo tan diabólico que, aun hoy, 30 años más tarde, duda en confesarlo”. Sospechando que el hipnotismo pudiera ser un elemento en el éxito publicitario, “yo contraté, – dice – a un hipnotista profesional para hacer un comercial”.
Cuando lo vi en la sala de proyecciones, era tan poderoso que tuve visiones de miles de sugestionables consumidores levantándose de sus asientos y corriendo como zombíes entre el tráfico, en su camino para comprar el producto.” Y se preguntó, – ¿habría inventado yo la publicidad ideal?
Ogilvy afirma en su libro que: “Lo quemé y nunca le dije al cliente cuan cerca estuve de involucrarlo en un escándalo de carácter nacional.”