Solo a Platón se le ocurrió hablar de manera franca y frontal sobre el amor en su célebre diálogo El Banquete. Los demás filósofos han tomado tal tema como cosa banal, pueril, propio al recóndito mundo de los poetas y la poesía. Aunque el arte en general lo ha tomado como un tema recurrente, renovable y renovador y los grandes filósofos lo aceptan como una innegable y vital pasión humana o como un hándicap de la naturaleza para mantener viva la especie, la verdad es, ante todo, que no hay un tratado filosófico definitivo sobre el amor. Es más, en los grandes sistemas filosóficos occidentales apenas aflora la idea del amor; sin ocupar un lugar entre las grandes categorías con la que se articula la filosofía moderna.
Tanto el amor como la felicidad fueron desterrados del pensamiento racional por la sencilla razón de ser “más irracional”, fuera de lógica, de lo que imaginamos. El mismo Platón coloca a Eros (el amor sexual) como el camino a-lógico hacia el mundo de las ideas que es el mundo del ser; no de la apariencia. Eros, hija de Poros y Penia, encarna tanto la abundancia como el dolor en el amor y, por tanto, puede brindarnos la vivencia más sublime como también la dolorosa tragedia de lo no vivido. Las experiencias cotidianas de antaño y actuales dan fe de esta ambigüedad del amor. Sobra la literatura en torno al tema. Pero, el tema sempiterno de la poesía se aisló rotundamente del pensamiento racional y el filósofo se vio a sí mismo como simplemente eso: un alma racional y lógica que, desde su supremacía sustancial, doblegaba el bajo mundo de las pasiones al que se reducía tercamente el amor.
Arthur Schopenhauer nos brindó un brevísimo escrito sobre el amor en su texto El Amor, Las Mujeres y la Muerte. Sus ideas sobre el amor se conectan con las reflexiones sobre la voluntad de vivir en el mundo. En el pensador alemán, el amor sigue siendo esa “pasión frívola” que estará ahí por siempre, como posibilidad de perpetuar la especie, pues, su fundamento es instintivo.
Pasión, instinto, pasión instintiva, lo cierto es que el amor sigue siendo una preocupación cultural que a veces es banal por exceso y superficialidad en su tratamiento. Pero ello no oculta lo crucial y fundamental cuando hablamos de las vivencias, del cuerpo, de la alteridad. El discurso mercadológico de estos días más que desvelar y transparentar la verdadera naturaleza del amor, la oculta. El márquetin vende, pero destruye al trocar en mercancía y valor de uso lo inagotable, lo mistérico hecho carne.
El márquetin es capitalismo vacuo, sin espíritu (¡y pensar que en el origen del capitalismo hay un espíritu religioso-protestante!). Si bien todo amor necesita ser expresivo y mediatizarse simbólicamente en gestos significativos, en su naturaleza el amor es la antítesis del mercado porque es trueque, donación, gracia que se da y se recibe, alabanza del amado al amante y del amante al amado. Ese trueque, esa donación, esa gracia, esa alabanza ocurren en la esfera íntima: allí donde da igual ser pobre o rico, tener o no tener porque lo que importa es ser sí mismo y ser-donación-entrega por y para el otro. La muerte más ignominiosa para el amor es el mercado. Allí donde hay amor, no hay mercado.
Anthony Giddens tiene un hermoso trabajo sobre el amor pasión, el amor romántico y el amor confluente, se titula La Transformación de la Intimidad. Destaca el autor los cambios sufridos en el occidente moderno en la vivencia del amor y la sexualidad. El amor confluente es el espacio de dos libertades que deciden, autónomamente, establecer una relación de pareja sin más ideales que los del “estar juntos” que se renueva cada día, en cada entrega y en el que nadie complementa las carencias del otro, sino que cada uno es aquello que quiere ser. El amor confluente incorpora los otros dos.
Hay una dialéctica en el amor: uno no es el otro, ambos son distintos de sí pues uno es la negación del otro. El milagro del amor es que esta negación intrínseca es productiva ya que es síntesis mediatizada por la relación de pareja.