Uno de los reconocidos dolores de cabeza de Charles Darwin (1809-1882), ese inmenso pensador que nos colocó de lleno en la naturaleza que nos rodea y asombra, fue la cola del pajuil o pavo real.
¿Por qué esa cola tan larga, tan vistosa, tan pesada, tan cara –energeticamente hablando-, tan atractiva como señal para depredadores?
Con su libro “El origen del hombre, y la selección en relación al sexo” de 1871, Darwin encontraba una respuesta: “no es una lucha por la existencia, sino una lucha entre machos por la posesión de las hembras”.
Un reciente ensayo de A.Riley en la revista Aeon (abril 15, 2016) nos trae una nueva y más profunda visión del problema.
A la pregunta de qué ven las hembras en los machos para elegirlos se ha respondido de distintas maneras: un padre más saludable para sus hijos, uno más fuerte y así con mayor facilidad para proveer; uno más simétrico, lo que se traduce en mejores genes; uno de piel más limpia y lustrosa, lo que señala mejor defensa de los parásitos y varias más por el estilo.
Ahora Riley presenta la hipótesis de Geoff Hill (2013), un biólogo evolucionista de la Universidad de Alabama. Una hipótesis más abarcadora, simple, profunda y comprobable: las hembras prefieren machos con más energía. Con la suficiente energía para gastar en ornamentos, colores y brillo y lustre del cuerpo.
Son las aves -recordemos, fue un pajuil que puso a pensar a Darwin por años- las que más se investigan respecto a estas ideas. Sus cantos -solo los machos cantan- y sus plumas y coloraciones son fácilmente medibles y así constituyen un material simple de estudio.
Pero hay que saber algunas cosas. Ya en artículos anteriores he comentado sobre las mitocondrias, esos organelos celulares productores de toda la energía en todos los seres vivos no bacterianos. Esas mitocondrias que se heredan únicamente por vía materna (todos tenemos las mitocondrias de nuestras madres y por eso los primos maternos son mas parientes que los otros primos) y que evolucionaron de una bacteria que evitando que el oxígeno las afectara al combinarlo con hidrógeno y producir agua, liberaban energía usada a su vez por aquella otra bacteria que se constituyó en su huésped, formándose así la primera célula primordial de donde provenimos todos.
Esa célula evolucionó y su núcleo encerró aquel ADN que hoy forma a todos los hongos, plantas y animales. Todos tenemos esa herencia ancestral. Pero la mitocondria dentro de esta célula ancestral también evolucionó, su tasa de mutación es cinco veces mayor que la del núcleo, y al tener su ADN propio pasó mucho de éste al núcleo y hoy nos quedan a los humanos un ADN mitocondrial con solo 13 genes. Este es el ADN que utilizamos para la identificación de personas, por ser tan pequeño, y así, más manipulable. Pero quedó una relación entre el ADN mitocondrial y el ADN nuclear, ya que muchas de las proteínas que participan en la formación de las moléculas energéticas celulares y que funcionan en la mitocondria, son sintetizadas a partir de instrucciones nucleares.
Una investigación reciente realizada en copépodos marinos, interesantes animalitos microscópicos familia de los cangrejos y camarones y un verdadero disfrute para los amantes de la microscopía, presentó un resultado inesperado.
Copépodos (los organismos multicelulares más numerosos del planeta) de la misma especie, pero de distintas poblaciones, al ser apareados producen descendencia con múltiples complicaciones. Las mitocondrias de sus células ya han variado lo suficiente para no trabajar al unísono con sus núcleos. ¿Qué puede esto significar para los seres humanos? El ensayo citado no se atreve ni a mencionarlo, pero el resultado en los copépodos estudiados está ahí y es replicable. Y recordemos que son nuestras neuronas, nuestro cerebro, el mayor consumidor de oxígeno, luego el de mayor número de mitocondrias…¿serán afectados los cerebros de los descendientes de poblaciones humanas separadas por milenios si decidieran aparearse? ¿Ha pasado eso ya?
Volvamos a las aves. Recordemos que en los humanos y el resto de los mamíferos el sexo viene dado por los cromosomas XY. La hembra es XX y el macho XY y el cromosoma Y es el más pequeño de todos. En aves (y mariposas) es distinto: Los machos son ZZ y las hembras ZW. O sea, el cromosoma Z viene del padre y puede que de la madre también, es el de mayor tamaño y contiene tres genes fundamentales para sintetizar proteínas que irán a las mitocondrias. En otras palabras, en aves la mayor cantidad de energía celular viene del padre, es herencia paterna. Y ya un estudio demostró que los organismos con sistema ZW son los más coloreados y ornamentales de toda la naturaleza.
Así las cosas, las aves hembras seleccionan para padres de sus hijos a los machos de mayor producción de energía celular. Nos pone a pensar como selecciona la hembra de mamífero y la humana en particular.
Y si el “acuerdo” entre la mitocondria y el núcleo para la producción de energía dentro de las células se rompe entre organismos de la misma especie, solo por estar segregados en poblaciones distintas, ¿será la tal llamada “globalización” en humanos un mito más creado por variados intereses y algo biológicamente imposible de alcanzar? ¿O somos los humanos diferentes en esos aspectos? Creo que en este siglo, y más pronto que tarde, se derrumbaran muchas barreras culturales y políticas que hemos creado para no estudiarnos a nosotros mismos. Parece que tememos que se caiga todo un andamiaje ideológico que nos ha movido por los últimos dos milenios. La necesidad de saber más, para vivir más y mejor, terminarán con esas barreras dogmáticas al conocimiento. Atreverse a saber, decía el viejo profesor Kant.
Los nuevos saberes nos impondrán nuevas ideologías y nuevas formas de pensar, por supuesto que si, a menos que nuestra especie llegue a ser el primer ejemplo de un suicidio colectivo por ideas, aunque no quede quien, que sepamos por ahora, lo estudie. Estarán las aves, eso sí, aún cantando y con sus vivos colores, buscando desesperadamente sus parejas ¡y los copépodos!