El otro día cogí un peso que tenía en el bolsillo y comencé a juguetear con él, ustedes no podrán creerlo pero, al parecer agradecido por haberlo sacado de su monotonía y para mi gran sorpresa  me habló y ya sabemos como somos los dominicanos, a los dos minutos me estaba contando su vida. Me dijo que había nacido hacia seis años en una fábrica extranjera y que después de un largo viaje en un contenedor especial, lo envolvieron con un papel junto a otros colegas y lo pusieron en circulación en el principal banco dominicano, y que pese a su pequeña denominación, estaba muy orgulloso de ejercer su función en la economía, pero que su vida, por ser moneda de baja denominación, era todo un rosario de aventuras.

Su primer viaje fue manos de una señora que cobraba un cheque de mucho valor. Con esa señora estuvo varios días guardado junto a unos lindos billetes en un lujoso monedero sin ver apenas la luz, hasta que su dueña fue a un supermercado. Allí lo pagó en una gran compra de comestibles y muy pocos minutos después, en la operación  de una devuelta, fue a parar a una ama de casa de menores posibilidades económicas, que lo llevó a su hogar donde fue manoseado varias veces mientas hacía unas cuentas que, al parecer, no le cuadraban.

Dos días después fue traspasado a un chofer de carro público cuyas manos estaban sudorosas y grasientas por haber cambiado una llanta reventada. El chofer después de darle innumerables vueltas por la ciudad, lo pagó de nuevo en una fritura que había por su ruta y allí tuvo que soportar dentro de una bolsa amarrada a la cintura de su dueña, el calor de los fogones y la compañía de otras monedas y billetes grasosos y malolientes. Por la noche fue devuelto de nuevo a un motoconchista el cual lo llevó a un colmadón y conoció por primera vez el olor dulzón de la cerveza, bailó en un bolsillo, bien pegado a una muchacha, merengues y bachatas.

El dueño del negocio lo depositó al día siguiente junto a una considerable suma de dinero en un banco cercano y se sintió muy contento al estar de nuevo en un ambiente conocido, junto otros muchos pesos con los que intercambió sus experiencias monetarias. Pronto volvió a ser envuelto como un andullo y fue pasado a un contratista de obras que, casi de inmediato lo pagó un sábado al mediodía en una construcción, cayendo en manos de un obrero, quien al instante lo pasó a un prestamista por un dinero que le debía. El prestamista lo cedió sin mucha dilación y a réditos, a un señor que tenía apuros económicos y este a su vez lo pasó a su esposa, una creyente fervorosa que lo depositó como limosna en una iglesia esperando que un santo milagroso le resolviera el problema en que estaba metido el marido.

Allí conoció durante un tiempo el recogimiento, el olor de las velas y el incienso, hasta que fue pagado en la compra de una sotana nueva. El peso siguió durante horas y horas contándome sus avatares de moneda de baja denominación, la avaricia o desprendimiento que había conocido por sus innumerables dueños, del desprecio de los ricos por su escaso valor, de los lugares inimaginables donde estuvo – hasta llegó a entrar en las puertas del Palacio Nacional- de cómo había adelgazado y perdido su brillo original desgastado en barras y mostradores y las miles de peripecias a las que había sobrevivido.

Le respondí que si podía hacer algo por él y me contestó: que quería un merecido descanso por un tiempo. Así que lo deposité en una pequeña arca que tengo en mi habitación. De vez en cuando la abro y compartimos mutuas vivencias como íntimos amigos. Lástima que algún día quiera volver a las andadas o yo entre en una cuenca desesperada.