La aceptación de los proyectos mineros en una determinada zona no debería estar sujeta a las reacciones  comúnmente manipuladas por intereses políticos y económicos soterrados, sino al nivel de beneficios garantizados para el país y a la convicción técnica fuera de toda duda razonable de que la propuesta de manejo ambiental cumple con las exigencias de clase mundial más rigurosas.

En el caso de la minera Goldquest Mining Corp., el órgano rector, el ministerio de Energía y Minas, cumplió con lo que por ley le correspondía hacer: evaluar la propuesta técnica sometida, amarrar compromisos adicionales importantes mediante declaración jurada de la empresa, básicamente enfocados en el tema ambiental, y tramitación del expediente al Ejecutivo. El ministerio por sí mismo no puede autorizar el inicio de operaciones sin contar con el visto bueno de la máxima autoridad del país y, por derivación, con los resultados del estudio ambiental del Ministerio de Medio Ambiente.

Cierto es que deberíamos concluir siempre, con mayor prontitud política y eficacia técnica, el proceso de autorización de inicio de operaciones porque el país tiene compromisos que no puede eludir en materia de protección de inversiones y también en razón de que no podemos estar sentando antecedentes que permitan colegir a los grandes capitales que República Dominicana está cerrada a toda iniciativa de aprovechamiento de sus recursos naturales no renovables, incluidos extrañamente los casos en que los requisitos ambientales y los componentes socioeconómicos y tecnológicos han sido claramente discernidos en los estudios de prefactibilidad técnica,  todo esto al margen del beneficio adicional de ciertos compromisos adicionales de cumplimiento obligatorio, como es el caso.

El proceso de autorización no puede ser detenido ni los expedientes engavetados por la fuerza del ruido anti minero mediático, por la dureza de las pancartas de los amotinados y las declaraciones de ciertos académicos de clara estirpe sindicalista. No hemos visto un solo estudio, ningún razonamiento científico o planteamiento verdaderamente convincente que demuestre la inviabilidad ambiental, económica y social del proyecto Romero. Rumores, suposiciones, caracterizaciones de la zona sacadas de contexto, desconocimiento de las interioridades del proyecto mismo y grandilocuencia anti minera que parece retumbar, no en los finales de la segunda década del presente siglo, sino en los albores del siglo pasado.

No, no es cierto que el ministerio ha espantado con sus decisiones las inversiones, no es verdad que ha sumergido en el desconcierto al capital. Lo innegable es que está empeñado, primero, en mejorar un orden jurídico que solo beneficia a una parte; segundo, implantar en el país una cultura de minería responsable (el intento es por sí mismo una verdadera revolución); tercero, garantizar al país que, en el marco de ese nuevo estilo de aprovechamiento de los recursos naturales no renovables, los daños al ambiente sean previsibles, mitigables, reparables o solucionables oportunamente, implementando los mejores estándares de la industria y adoptando las tecnologías mineras de avanzada, y cuarto, dedicar esfuerzos y conocimientos técnicos a despejar la incógnita trascendente de qué hacer con la porción estatal de la renta minera. 

La autoridad piensa en esta última cuestión porque sencillamente la sustentabilidad minera se concreta básicamente en sembrar minería: la única forma posible de reponer alternativamente lo que sacamos para siempre de las entrañas de nuestra tierra.

Si estas son “posiciones dudosas, ambivalentes y contrarias al desarrollo del sector”, entonces no hemos entendido la nueva visión del ministerio ni las decisiones recurrentes que las respaldan, o sencillamente no nos conviene entenderlas con la debida objetividad.

Nunca hemos negado que las consultas a las comunidades son necesarias, pero las marchas sin fundamentos ciertos y los discursos vacíos y generales, en el caso dominicano, no podrían nunca ser aceptadas como tales consultas. Recordemos que en otras ocasiones hemos dicho que estamos de acuerdo con la licencia social para operar, porque ellas resultan de una racional y cabal comprensión ex ante de parte de los líderes comunitarios de los aspectos ambientales, económicos y sociales de los proyectos mineros.  Debemos repetir que la minería es parte fundamental de nuestra economía y como tal debe reconocerse poniendo en primer término el cumplimiento de las obligaciones que atañen a las autoridades competentes.

En este punto no debemos olvidar los claros mandatos constitucionales al respecto: los recursos naturales no renovables son de la nación (Art. 14); los recursos naturales deben aprovechados bajo criterios ambientales sostenibles, en virtud de las concesiones, contratos, licencias, permisos o cuotas, en las condiciones que determine la ley (Art. 17); el crecimiento equilibrado y sostenido de la economía está indisolublemente atado a la utilización racional de los recursos disponibles, la formación permanente de los recursos humanos y el desarrollo científico y tecnológico (Art. 218) y, finalmente, el Estado está obligado a “sembrar minería”, es decir a dedicar la porción  de la renta minera que le pertenece, “al desarrollo de la Nación y de las provincias donde se encuentran” (Art. 17.4).

Por tanto, la minería responsable no es una palabra hueca, deriva de esos mandatos constitucionales y supone el afianzamiento de una nueva gobernanza minera.

Si llegamos a creer, con Zygmunt Bauman, que entre el orden dominante y cualquier acción efectiva de desarrollo hay brechas insuperables, un abismo infranqueable sin puentes a la vista, todo ello como resultado de la falta de límites racionales (que no brutales) a la libertad individual de elegir y actuar, o del poder del mercado que terminó rompiendo todas las amarras que imprimían alguna garantía de rutas de progreso preconcebidas y compartidas, entonces declaremos la salida libre de nuestros ciudadanos a cualquier parte porque no seremos capaces de satisfacer sus crecientes necesidades de todo, y sigamos guardando silencio ante la idiotez y cortedad de las galimatías pro ambiente organizadas por ciertos minúsculos y petulantes segmentos de la sociedad dominicana de nuestros días.