Jueves a las 9 de la noche. Un ciudadano conduce su vehículo por una de las principales avenidas de la ciudad de Santo Domingo. De repente, percibe un policía que, a su derecha, lo amenaza con un arma larga, desde la parte exterior de una camioneta oficial.

Lo primero que pasa por la mente del conductor es que la camioneta forma parte de una avanzada presidencial dispuesta a quitarlo del camino. Ya sabemos que, en las sociedades autoritarias, el protocolo de pedir el paso se convierte en una ejemplificación del terror. Hábitos de la tradición autoritaria.

El “francotirador” le grita al ciudadano  parquearse a su izquierda, encima de una acera. Al salir del vehículo otro policía le pregunta: ¿Quién es usted? Otra modalidad de la clásica interrogante: ¿Es usted militar?  Pregunta que, si se responde de modo negativo, en la historia dominicana da luz verde para el abuso castrense.

Después de la identificación, el ciudadano es obligado a entregar su documentación. En el proceso advierte que se encuentra rodeado de cuatro oficiales, incluyendo el que posee el arma larga, quien no deja de apuntarle como si se tratara de uno de los capos más peligrosos de la ciudad.

La situación no da mucho tiempo para pensar sobre cuál es la razón de la detención  y grande es la sorpresa cuando el ciudadano escucha:

-¿Por qué no se detuvo? Pregunta uno de los “guardianes del orden público”.

-Por qué no lo vi, oficial.  Responde el ciudadano.

Comienza entonces, una discusión sobre “el grave delito” que ha cometido “el acusado”. Según los oficiales, ellos lo han venido siguiendo desde hace mucho tiempo señalándose que se detuviera. No explicaron por qué lo venían siguiendo, ni cómo le señalaban que se detuviera, pues no lo llamaron desde un altoparlante, no dieron un juego de luces, ni  tocaron bocina. De hecho, el ciudadano recuerda haber ido mirando hileras de vehículos de civiles cerca de su trayecto y la camioneta aparecer poco tiempo antes de posicionarse de tal modo que fuera visible “a punta de bayoneta”.

Los oficiales amenazan al ciudadano con llevarlo al destacamento. Por la mente del civil comienzan a pasar algunas ideas que son de dominio común para nuestra ciudadanía: “En el destacamento me van a hacer pasar un mal rato”. “Me pueden dejar incomunicado”. “No quiero pasar horas hasta que tengan las ganas de soltarme”. “No quiero amanecer con delincuentes”. “Mañana temprano tengo reunión de trabajo”. “Solo quiero ir a casa a descansar”. “Son capaces de ponerme droga en el vehículo y acusarme de narcotraficante”.

Así que el ciudadano decide resolver el asunto del modo “más práctico”. Llama al jefe de  los susodichos guardianes de la ley y le ofrece resolver el  asunto aumentando su poder adquisitivo del mes. Luego de unos minutos donde nuestro “comandante de la justicia” simula no acceder a la oferta, recibe el dinero y no han pasado cinco segundos entre la entrega de las papeletas y la devolución de la cédula. Ya saben, en nuestro país el dinero hace el milagro de limpiar las faltas. Y “todos” felices rumbo a sus respectivos destinos.

Acaban de leer otro capítulo de la enciclopedia del abuso policial latinoamericano, en el tomo del autoritarismo dominicano.