En sentido general, la regulación consiste “en la acción y efecto de regular”, lo cual significa poner en orden algo o reglar el funcionamiento de un sistema. Su sentido público primario, por tanto, apunta al establecimiento de normas (leyes, decretos, reglamentos, disposiciones gubernamentales de carácter obligatorio) para encauzar o guiar la conducta de los ciudadanos o grupos de interés en un determinado sentido y/o avalar un determinado orden, asegurando con ello los derechos de la comunidad.
En la mayoría de los países de la región, las reformas de los años ochenta produjeron cambios sustanciales en el ámbito del dominio funcional del Estado. Sus roles tradicionales relacionados con la producción de bienes y servicios (Estado empresario), prestación de servicios (Estado benefactor) y regulación de la actividad económica (Estado ordenador, promotor, impulsor y sancionador) experimentaron un debilitamiento significativo. Ello fue compensado en medida considerable por la regulación de su parte de esas mismas funciones, ahora transferidas a los agentes privados y, en el caso de la regulación ahora como atribución especial de control y vigilancia, a organismos reguladores independientes o independientes consultivos.
De lo que se trata, consecuentemente, es de regular las relaciones entre el estado, los prestadores y los usuarios, en cuanto a las condiciones en que los nuevos operadores prestan servicios públicos (electricidad, comunicaciones, transporte, etc.). No debemos confundir “la nueva regulación” con las llamadas “medidas desregulatorias”, orientadas en su tiempo más bien a la corrección o preservación de ciertos desequilibrios económicos o sociales, por ejemplo, los precios “sostén”, la provisión de insumos críticos o la intervención para reglar mercados. Estas medidas de desregulación conciernen más exactamente a un interés público, no a un servicio público.
Estamos, por tanto, frente a una verdadera reconfiguración de la regulación como técnica de intervención de la Administración. Ciertamente, en medio del tortuoso y muchas veces socialmente improductivo proceso de liberalización de los sectores económicos, fuimos aproximándonos en la praxis al concepto anglosajón de regulación, con una clara merma de la actividad normativa convencional y un mayor énfasis en una intervención integral de control y supervisión.
Por razones predominantemente de orden externo, pasamos del llamado paradigma de la confianza en las decisiones de política de las autoridades para proteger el interés común, al reconocimiento casi universal de las bondades de la libre competencia como un medio relativamente más eficaz para obtener una mayor eficiencia económica. En otras palabras, el nuevo discurso preconiza que el mayor beneficio para la comunidad no deriva de la función reguladora del Estado, sino de la funcionalidad social y económica de los derechos de propiedad y de la libertad de empresa. En este contexto se configura, de manera particular, un nuevo estatuto jurídico para la industria eléctrica, con énfasis en la soberanía del mercado.
De este modo, la regulación, como construcción del Derecho europeo continental asociada inequívocamente a proporcionar reglas jurídicas como los instrumentos más idóneos de intervención, cede espacio a un nuevo tipo de regulación (en su acepción anglosajona): la enfocada esencialmente a una labor integral de vigilancia, inspección y control. Obviamente, esta función no recae directamente en la Administración, sino en organismos técnicos autónomos y descentralizados (“regulatory agencies”), o inclusive privados (acreditados), que supervigilan sectores económicos concretos en un entorno liberalizado y de mercado.
En el caso concreto del subsector eléctrico, la regulación así entendida centra su atención en el libre funcionamiento de los mercados, la protección de los derechos del consumidor, la solución de conflictos, la mitigación y prevención de los impactos ambientales y la transparencia y eficiente funcionamiento del sistema eléctrico. En este novedoso sentido, la regulación encuentra su justificación en la apuesta a un suministro energético en condiciones de continuidad, seguridad y precios. Asume también roles tradicionales de la Administración (vigilancia, inspección, fiscalización, precios, inversión, etc.) y se presume colabora con el sector privado en la promoción de la competencia y la protección de los intereses de los usuarios.
De todo lo expuesto se desprende que cuando hablamos de una agencia como la Superintendencia de Electricidad (SIE) y le atribuimos funciones reguladoras, no estamos significando elaboración de reglas jurídicas para moldear, condicionar, orientar o encauzar el comportamiento de los actores privados, sino mediación o arbitraje, promoción de la competencia en el marco de un sistema complejo como el energético y, finalmente, búsqueda de equilibrio entre los diversos actores e intereses que intervienen en el mercado.
Al hacerlo, deben estar garantizadas su independencia técnica (por ello son regularmente entidades autónomas y descentralizadas con todas las autonomías) y su acreditado conocimiento de los asuntos de su competencia. Sus ámbitos de actuación, pues, se refieren a la competencia y transparencia del mercado, protección del consumidor, eficiencia económica en el suministro, suministro amistoso con el medio ambiente, seguridad de suministro y política de precios socialmente responsable.
La SIE es un regulador independiente con todas esas atribuciones. En estos momentos en que se vislumbra la firma de un Pacto Eléctrico, resultan saludables estas puntualizaciones, enfatizando al mismo tiempo que, en el sistema de Administración moderno, la regulación, en su acepción restringida (europea continental) de elaboración de normas (regulaciones), ha quedado firmemente reservada a los ministerios.