“Ninguna sociedad puede subsistir sin autoridad, sin fuerza y, por tanto, sin leyes que moderen y controlen el ansia de placer y los impulsos desenfrenados”-B. Spinoza.

El desconcierto social en nuestro país arriba imperceptiblemente a sus extremos. Se trata de un desafío generalizado a la autoridad, entendida como la facultad de dirigir y ser escuchado y obedecido por otros, en base a lo que está prescrito en las normas legitimadas. Al mismo tiempo, estamos frente a un desconocimiento del poder, es decir, de los dispositivos de que dispone la sociedad para hacer valer los preceptos normativos: el poder obliga a escuchar y obedecer.

La autoridad tiene una connotación moral. La autoridad moral puede acrecentarse y reconocerse cuando se obliga a hacer lo que la ley no manda que se haga. Sócrates vio crecer su ascendencia moral al ser condenado a muerte por oponerse-“en nombre de la verdad”- a los cimientos del Estado ateniense y a la religión establecida (“una existencia etérea sin el consentimiento de ningún dios como figura explícita”), con lo cual se entendía corrompía a los jóvenes atenienses.

Los narcotraficantes tienen poder y lo ejercen efectivamente para hacer valer sus siniestros designios. No obstante, jamás podríamos afirmar que sus agentes tienen autoridad moral. Su poder diabólico e ilegal invalida cualquier aspiración de reputación moral. Lo mismo sucede con los nombrados o elegidos para ejercer una función pública en los casos en que se aprovechan de ella para acumular fortunas, traicionando la confianza de miles de ciudadanos. En el orden de poder que le corresponde, unos y otros carecen de toda autoridad moral.

Parecería que cuando el poder acrecienta la autoridad moral, estamos frente a un caso de abuso de poder, es decir, de uno que ignora, por carecer de autoridad, los derechos y las restricciones consagrados en el ordenamiento jurídico, además de las íntimas convicciones políticas.

Por otro lado, los poderes constituidos serían realmente ineficaces si la fuerza fuera la única causa de la obediencia. Su ejercicio reclama legitimidad reconocida como tal, y debe acompañarse de una autoridad que supone el consentimiento general de los que están sometidos a ella. Queramos aceptarlo o no, aquí el papel fundamental lo juegan las ideologías que, al margen de toda verdad, buscan la legitimidad del poder.

El poder puede ser de cualquier naturaleza, que no solamente jurídico; lo importante es que la fuerza que emana de él asegure que los ciudadanos escuchen y obedezcan lo que las normas prescriben. Si esto no ocurre, como sucede hoy en la sociedad dominicana, entonces la autoridad se desafía, enfrenta, cuestiona, desconoce y, finalmente, evapora.

El poder que no es expresión de una autoridad termina siendo perverso. Como señalaba Maritain, separar el poder y la autoridad, es separar la fuerza y la justicia. De modo que, como señalaba Bertrand de Jouvenel, debería actuar, de manera visible, “el trabajo de una fuerza; dicha fuerza es la autoridad”.

Así las cosas, el desconocimiento cotidiano de toda autoridad y el ejercicio defectuoso y viciado del poder para garantizarla, es un fenómeno que en la sociedad dominicana esconde múltiples responsabilidades. Aparentemente es de carácter triangular: Estado deficientemente administrado y al servicio de grupos de interés desnacionalizados y carentes de ideologías que puedan legitimar el poder; actores privados sin preocupaciones trascendentes que ven al Estado como una simple relación costo/beneficio y, por último, ciudadanos atrapados en la ignorancia, el consumismo, las banalidades y los afanes materialistas.

En relación con esta última arista, somos testigos mudos del insólito deterioro de la autoridad en la familia. La autoridad tradicional del padre fue palideciendo gradualmente y la indisciplina, la injuria y el descarrilamiento moral, parecen ser ahora los elementos predominantes.

En este país hemos perdido el temor a la sanción y, por tanto, también perdimos la autoridad de la ley. Como la autoridad siempre se viste de un aspecto normativo -lo que debemos observar, cumplir, seguir-, y perdimos la autoridad de ley, terminamos perdiendo toda autoridad, inclusive la moral.

A veces nuestra policía, desprestigiada moralmente, pretende imponer la sumisión porque no tiene autoridad. A veces ella misma impone la violencia porque pocos le reconocen autoridad. Y es que la autoridad de las instituciones llamadas a garantizar el orden debe estar ligada no solamente a la moral, sino también al respeto. ¡Nuestros cuerpos punitivos hace mucho tiempo que no podrían ser identificados con la ayuda de la moral y el respeto! ¿Qué debemos hacer entonces para rescatar ambos elementos y recomponer la autoridad sistémica del Estado?

Hoy, fatalmente, lo que parece dar autoridad y reconocimiento individual, es el desprecio por las normas. Este fenómeno tiene una implicación catastrófica: el desconocimiento brutal de los cimientos del orden democrático que no sabemos si todavía tiene efectiva vigencia funcional.