En los sistemas políticos sustentados en la representación, se da el curioso fenómeno de que las normas que emanan de los mandatarios encarnan la autoría –autoridad o autoritas- de los mandantes. Así, por un acto casi de ficción jurídica, lo que legisladores y funcionarios realizan es como si proviniese de la creación y voluntad de los ciudadanos y ciudadanas. 

El sistema representativo descansa, en buena parte, en que todos compartamos y respetemos el juego de tal ficción. Y para que ello sea posible, bastante del tiempo que los representantes tienen a su disposición debería estar destinado al estudio de la realidad. Si la brecha entre representante y representado surge en una diferencia de poder que impide el ejercicio directo de los ciudadanos, el conocimiento profundo de los problemas públicos podría en alguna medida reducirla mediante el efectivo trabajo en hacer las leyes y administrarlas. 

Ahí estriba el problema de lo que hacen legisladores y legisladoras en el Congreso Nacional y el Senado a la hora de abordar problemas de la cotidianidad de dominicanos y dominicanas. Para verlo, están los ejemplos del proyecto de ley conocido como "anti-pandillas" y el proyecto de ley para crear una "zona de tolerancia" al trabajo sexual. Las limitaciones en el conocimiento de la realidad y la cultura que tiende a reproducir los señalan como tema de interés público. 

En uno como en otro, los dos proyectos identifican problemáticas como la delincuencia juvenil y el trabajo sexual como un fenómeno arraigado en las personas que lo practican (jóvenes, en el primer caso; mujeres y hombres que participan de la prostitución, en el segundo). Reducidos casi al mínimo en la comprensión integral del problema, los proyectos de ley tendrían, luego, una connotación disciplinaria: el dilema de la sociedad no es qué sucede con jóvenes, hombres y mujeres que se encuentran involucrados en estas dinámicas perjudiciales, no; el dilema está entre las aspiraciones morales de una sociedad a vivir bien y sanamente, y algunos individuos contaminados que se lo impiden. Así, aunque exista piedad por ellos, se les debe aislar y someter al orden. Eso implica buscarles zonas aparte donde reunirse (para "no dañar los monumentos") o mantener la sospecha ante cualquier joven que porte tatuajes, lo que podría ser agravante a la hora de la acción punitiva.

Los resultados de políticas públicas de este tipo pueden ser fácilmente anticipados. Bien intencionados a la hora de resolver el miedo y la preocupación de la comunidad, dejan de lado el estudio riguroso que distinga entre causas y manifestaciones, cayendo en el caso típico de "hallar la fiebre en la sábana y no en el enfermo". Su efectividad sólo podría garantizarse con el uso exagerado de un aparato represivo que, además de alto costoso, no enfocaría la acción pública en erradicar las causas del problema. Promueve el prejuicio social enfocando la culpa en individuos y no la construcción de consensos sobre dónde, cómo y con qué compromisos crear el "valor público" o las respuestas estatales. En resumen, imposible o desmedido en gastos y costos indirectos este arte de "dar palos a ciegas". 

Por último, es preciso reflexionar sobre la cultura que se promueve desde las instituciones. Si algo articula como "síntoma" al autoritarismo populista dominicano es el factor "miedo": el miedo al desorden, al caos, a la muerte, a la enfermedad, identificados en personas específicas como sus causantes, cuya represión o eliminación puede resolverlo casi todo. La atención a ese "miedo" generalmente popular ha sido la manera habitual en que las élites reproducen su poder o lo comparten en manos de un mando autoritario, asegurando la mantención de la situación establecida (por ejemplo, las razones históricas y sociales de tragedias colectivas que se expresan en pandillas o trabajo sexual forzado). 

El sistema representativo basa su autoridad, decíamos, en hacer realidad la ficción que le permite existir (el que todos y todas nos creamos autores e integrantes del orden social en que vivimos). Para ello debe descartar la vía autoritaria de atender los problemas de su tiempo: las políticas públicas democráticas, a diferencia de las autoritarias, no se benefician del "orden", sino que validan al Estado haciéndolo eficaz y fiscalizable; crean la cultura del consenso, que no se basan en el miedo sino en la voluntad; se ocupan de igualar y dignificar, no de estigmatizar o castigar. No clavan su propia cruz.