¡Ha muerto! ¡Ha muerto! se escuchaba vociferar al atropellado ciudadano en los pasillos de los tribunales, para referirse a una mal llamada justicia cautelar que rehuía de suspender hasta la más injusta de las actuaciones administrativas.
Aún recuerda aquel caluroso día, cuando su mirada se postraba frente a la ventanilla de la secretaria judicial de turno, solicitándole, mejor dicho, rogándole la entrega de una copia simple de aquella sentencia que con ansias esperaba, confiado en que su derecho sería preservado. Sin embargo, al leer la decisión se encontró con el intransigente rechazo de su acción, lo que, no solo aniquiló por completo la tutela cautelar que procuraba, sino que consigo se llevó las esperanzas de justicias que en su ser guardaba
Este es el cotidiano infortunio al que se enfrentan los valerosos ciudadanos que osan aventurarse en un proceso cautelar para frenar las actuaciones de la Administración Pública que estiman ilegítimas, encontrándose diariamente con la enorme muralla de la deferencia irracional hacia el poder estatal, edificada por una praxis judicial que, más que requisitos legales, opone trabas casi infranqueables para los administrados alcanzar la tutela cautelar.
Y es que, la justicia cautelar ha muerto y su deceso se erige en un verdadero desaliento para los litigantes quienes se ven obligados a padecer las tortuosas consecuencias de las decisiones administrativas, aún estas sean palmariamente antijuridicas.
Una rápida lectura de la autopsia de la justicia cautelar revela que su fallecimiento fue producto de una enfermedad degenerativa que se enquistó en el encéfalo de la Jurisdicción contencioso-administrativa. Con el pasar del tiempo, la agonía por la cual pasaba la tutela cautelar se tornaba más notoria, hasta agotar su vitalidad.
En efecto, el análisis post mortem refleja que, la alteración funcional de la tutela cautelar fue agudizándose con cada sentencia que rechazaba las pretensiones de los servidores que, desvinculados arbitrariamente, solicitaban su reposición para sustentarse económicamente, o denegaba detener la ejecución de sanciones de cajón, establecidas por la Administración sin un procedimiento sancionador previo, o desestimaba suspender reglamentos emitidos sin la realización de una consulta pública.
Todos estos factores de riesgos, adicionados a una sobredosis de timidez, psiquiátrica deferencia y la aplicación maligna de requisitos extrajurídicos, desencadenaron la fatídica muerte de la justicia cautelar que hoy todos sufrimos. ¡Pero ésta resucitará! Aunque mucho me temo que se hará esperar un poco más de tres días.
¡Dios ampare al administrado!