Hace mucho tiempo, antes de transformarse en una tienda de antigüedades, y luego en una librería, este lugar había sido un teatro. Un gran experimento en la década de los treinta. No era nada impresionante en su exterior, una estructura muy elegante y discreta, pero su interior era otra historia. El techo abovedado, con sus simuladas nubes, había sido iluminado originalmente para crear la ilusión de la luz de la luna, y cientos de pequeñas luces brillaban como estrellas. Fue un buen negocio durante décadas, pero a pesar de que había prevalecido contra feroces adversarios como incendios e inundaciones, fue víctima suave y rápida de la televisión en la década de los sesenta.
Su actual dueño es el señor Ricardo. Su padre había cuidadosamente diseñado el teatro, y lo había modificado, cuando fue prudente, para dar vida a la tienda de antigüedades. Ricardo recordaba perfectamente aquella mágica tienda. Toda su infancia estaba atada a ella. Cuando su padre falleció, Ricardo advirtió una sensación de apabullante extrañeza al entrar al lugar. Las cucharas y candelabros que su padre solía pasar tantas horas reluciendo, las alfombras, los libros… Incluso las etiquetas de precio escritas en su indescifrable caligrafía… Todo seguía allí a pesar de que él se había ido, y contra toda lógica, Ricardo lo consideraba desleal, de alguna retorcida manera.
Esa noche al dormir, Ricardo tuvo un sueño muy peculiar. No había en ese sueño sensación alguna de maldad, tampoco de placer, simplemente una sensación de sin fin. Como una niebla fina y blanca que le envolvió la cabeza y asentó allí, negada a marcharse. Así fue como la tienda de antigüedades mutó a una biblioteca.
Hoy en día, el señor Ricardo es un garabato del hombre que fue. Bajo y frágil, parecía inclinarse y salir de un nudo en el centro de su espalda. Sus pantalones de color beige se aferraban a sus rodillas de mármol, los débiles tobillos ascendían estoicamente de sus zapatos viejos de gran tamaño. Mechones de hilo blanco brotaban de varios puntos fértiles en su cuero cabelludo, que de otro modo sería suave y reluciente. Las personas de alrededor lo describían como una persona no sociable, y tan viejo como el tiempo mismo.
El señor Ricardo observaba desde su escritorio la puerta de entrada a la biblioteca, como todos los días, preguntándose cuál era el punto de seguir abriéndola cada mañana, cuando un muchacho se asomó y entró.
"Buenos días." Lo saludó el muchacho.
"¿Nombre?" Respondió Ricardo.
"Monsant."
"Nombre," dijo nuevamente, enunciando en voz lenta y quebradiza, "de el libro que buscas." El señor Ricardo parpadeó, una parodia de paciencia, aguardando la respuesta que sabía que vendría.
"Pues, en realidad, no busco un libro. Yo ya tengo el libro en cuestión." Le informa el muchacho. Ricardo respira cortantemente. "Si ya tiene el libro," dijo, "no necesita de mis humildes servicios. Tenga un buen día." Y con esto, gira y arrastra los pies hasta una torre de libros acumulados cerca de su escritorio.
Monsant lo mira insistentemente. Había venido de muy lejos buscando al señor Ricardo. Este hombre era quien debía revisar su estudio sobre la historia de ese lugar, que para el momento, aunque era una biblioteca obsoleta, se había convertido también en un ícono arquitectónico dado su antigüedad. Estirándose a toda su altura, Monsant cruzó las tablas del suelo, y se paró al lado del señor Ricardo.
Este no volteó su cabeza, meramente continuó colocando los libros en la estantería.
"Aún estás aquí." Una afirmación molesta.
"Sí," dijo Monsant firmemente. "He venido a mostrarle algo, y no me iré hasta hacerlo."
"Me temo, caballero," dijo Ricardo a través de un suspiro, "que ha perdido su tiempo, así como hace ahora perder el mío. No hago ventas a comisión."
Enojo erizó la garganta de Monsant. "Y yo no deseo vender mi libro. Sólo pido que le eche un vistazo, para que me dé una opinión experta de mi estudio." Sus mejillas estaban tibias, una sensación poco familiar. Monsant no era de los que se ruborizaba. Ricardo se voltea entonces, para apreciarlo detenidamente. Sin palabra alguna, y con los movimientos más sutiles, le indica la entrada a su pequeña oficina detrás del escritorio. Al acomodarse dentro de la misma, Monsant entregó el libro a unos dedos expectantes.
Silencio descendió, aguijoneado únicamente por el tictac de un reloj. Monsant aguardaba ansioso mientras el señor Ricardo pasaba las páginas. Quizás necesitaba dar más explicaciones. "Lo que quisiera es que — "
"Calla." Su pálida mano levantada, apretando entre sus dedos un cigarrillo que amenazaba con renunciar a su punta de ceniza.
El señor Ricardo estaba profundamente concentrado, sus labios apretados, un poco temblorosos. Terminó de leer, y se permitió rozar sus dedos sobre la espina dorsal del libro, cerrando los ojos. Al abrirlos, miró apreciativamente al muchacho, vislumbrado, percibiendo los agujeros que el libro había abierto en la tela de su memoria… Evidencia de que un fino trazo como aquél aún pudiese encontrarse en esta época, uno de fuerza alquímica, que provocase la gozosa impresión de que el tiempo perdía significado, lo conmovía de una manera inexplicable.
Aún había esperanza.