Entre sordos y mudos: el sonido no nacido.
El silencio es también un modo de hablar y en dicho acto requiere no sólo del hablante sino sobre todo de quien escucha y el cómo escucha; aquello que las neurociencias catalogan como los sentidos del habla y la audición. El sistema auditivo otorga a los seres vivos la capacidad de percibir sonidos luego de éstos ser transformados en impulsos nerviosos procesados a través de una madeja de estructuras que incluye el oído, los nervios craneales y el encéfalo.
Además de tales fenómenos de índole fisiológica acontecen otros de naturaleza psicológica, simbólica, para ser más exactos; entre ellos la interpretación y adjudicación de significados, y, sobre todo, su culturalización, así como la adecuación de códigos significantes de acuerdo con la particularidad del entorno en cuestión. Es por ello por lo que al escuchar un idioma que no conocemos usualmente somos incapaces de adjudicar significado alguno a los gestos, al tono de voz o a las expresiones faciales que los acompañan, salvo ciertas excepciones por supuesto. Mas, el sonido es efímero y a veces para algunos incluso ni siquiera ha nacido, cosa que saben muy bien los sordos y los mudos.
La Organización Mundial de la Salud cataloga como persona sorda a quien es incapaz de percibir sonidos con o sin la ayuda de amplificadores u auxiliares auditivos; el sordomudo, término ya en desuso, define al que sufre de sordera y como resultado de ésta no puede expresarse verbalmente. A pesar de que el nuestro es un mundo preeminentemente oral, gracias al lenguaje de signos desde el pionero Fray Pedro Ponce de León hasta los modernos diccionarios dactilológicos usados internacionalmente, estos discapacitados logran comunicarse efectivamente incluso en múltiples idiomas.
La conexión entre audición y mudez ya mencionada es entendible ya que la pérdida auditiva impacta gravemente en la percepción de las nociones temporales, y, por ende, en el lenguaje. Se sabe, sin embargo, que el entrenamiento temprano a un niño sordo a través del lenguaje de signos le otorga un idioma gestual en vez de oral que le permitirá pensar, comunicar, e incluso soñar en su propio “idioma”. Cabe anotar que las lenguas de signos son antiquísimas, quizás más que las orales, y que no son adaptaciones de las últimas sino instrumentos poseedores de un sistema de identidad sociocultural con códigos propios.
La sordera más común es la prelocutiva (la que aparece antes de aprender a hablar) y puede resultar de trastornos en cualquiera de los múltiples componentes del sistema auditivo: en la cóclea, el órgano de Corti o las células ciliadas del oído medio; en las fibras nerviosas que conectan el oído con el encéfalo o en los núcleos neuronales de la corteza cerebral. La post-locutiva sucede posterior al individuo adquirir lenguaje oral y usualmente es inducida o provocada; como a título de ejemplo, ante la progresiva exposición al ruido excesivo, esa ubicua y distintiva característica del mundo moderno.
En Norteamérica el 20% de los adolescentes registran algún tipo de pérdida auditiva que con frecuencia, paradójicamente, es provocada por el intento de “silenciar” el exterior con el uso de dispositivos auditivos de alto volumen y fidelidad sonora. Intentando escapar al ruido exterior nos refugiamos en un ensordecedor “silencio interior”, escenario en el que tal lo enunciado por algún poeta “ni silencio ni palabra se perciben en medio del ruido”. En consecuencia, hoy somos testigos de cómo la cultura hipermediática ha erradicado el silencio y con ello ha trivializado la palabra.
Esta suerte de “lamento socio-auditivo y oral” a que aludimos tiene múltiples expresiones en nuestro diario vivir: en la inmediatez y rapidez en la generación y transmisión del lenguaje (Twitter, y los mensajes de texto, voz o video de WhatsApp); en el progresivo acortamiento –mutilación, diría yo– de los fonemas, las palabras y las expresiones escritas a fin de “acelerar” la comunicación (apóstrofes, abreviaturas o consonantes que sustituyen oraciones, y en los emoticons o mini frases que suplantan una oración entera).
Peor aún, el hombre contemporáneo con cada vez mayor frecuencia habla con y a través de objetos inanimados como si el resto de los vivientes hayan perdido sus destrezas de comunicación humana. Hoy se habla-graba teléfono inteligente en mano; se chatea a través del computador mientras escribimos; con la televisión que reconoce nuestra voz al comandar un cambio de canal o de estación radial en caso del automóvil; e incluso, ya no es imprescindible hablar para solicitar información, ordenar una compra o investigar el atraso de un vuelo: el teclado telefónico “dialoga” con nuestros dígitos a través de una voz electrónica proveniente de la ultratumba cibernética y la dimensión binaria computacional.
Por otra parte, en el ensayo “El habla poética. Post scriptum”, Jaime Labastida nos recuerda cuanto se ha escrito sobre la polivalencia de las palabras en el ámbito de la poesía y sobre su carácter polisémico, ambivalente para algunos, en contraposición al rigor científico usualmente unívoco o multívoco. Nos recuerda cómo lo hizo también Paul Valéry cuando afirmaba que “poesía es el arte de hablar sin decir nada… para sugerirlo todo”. Mas, la poesía, aunque exista en total libertad creativa, requiere que su esqueleto fónico permanezca intacto a fin de que el poema sea, a fin de que diga algo. Traigo a colación estas lucubraciones en el contexto de los comentarios expresados en este artículo porque paradójicamente, y felizmente con demasiada frecuencia, el lenguaje poético, el símbolo, sea este oral o textual, es más poderoso que la presunta verdad revelada en cierta forma de comunicación endémica en los círculos de la fatuidad. La poesía, en consecuencia, deberá constituir ese último refugio donde se resguarda la palabra pura.
Colofón. Heidegger decía que el silencio es un modo del habla, y en nuestro tiempo urge acudir a su poder a fin de salvar la comunicación y el sentimiento humano; aturdido ante el poder de la inexorabilidad de la muerte, a través de la Historia el hombre acudió al “minuto de silencio” de los actos y celebraciones in memorian pretendiendo concentrar sus sentidos en reconocimiento al ido. Hoy necesitamos de ese silencio, que no de la mudez, para poder salvar el habla y la palabra. Lo ha sugerido la escritora ruso-mexicana Johanna Lozoya en el ensayo Los monstruos del silencio. Apuntes sobre la angustia contemporánea: “…para hablar, en ocasiones, se necesitan muchos, y para callar, solo uno”. Un articulista ha invertido dicha frase adjudicándole con ello mayor contundencia: “…para hablar, se puede tener una sola persona, pero para callar se necesita un consenso común y colectivo”. Por ende, silenciemos el entorno para hablar con nosotros mismos y así perpetuar el lenguaje, esa última frontera del ser verdaderamente humano.