En la película The Silence of the Lambs (El silencio de los inocentes) Jodie Foster encarna a Clarice, novata detective del FBI asignada a investigar un complejo caso de asesinato en serie caracterizado por un enfermo fetichismo. En la que pudiese ser la secuencia definitoria del filme, el caníbal homicida y brillante psiquiatra Hannibal Lecter dialoga con la agente tras esta haber solicitado ayuda en la solución del crimen ya que intuye que el sospechoso había sido su paciente. Lecter percibe rápidamente que Clarice arrastra consigo un profundo dilema que ella misma confiesa: Le persigue el llanto de unas ovejas que están siendo sacrificadas en la granja familiar, un tormentoso recuerdo que no desaparece aún en su ya entrada adultez.
Clarice entiende que acallando los ecos de aquellas criaturas camino al sacrificio –silenciando su sufrimiento– logrará salvar la tranquilidad de su propio espíritu y el de las víctimas del asesino buscado. Nos encontramos entonces ante el poder liberador del silencio, aún en presencia de la maldad, porque es el propio Lecter quien facilita a la detective la pista que solucionará el misterio del crimen; y su exitosa resolución traerá paz a las víctimas y también a Clarice. Es justamente silencio absoluto –roto por la respiración rápida de la protagonista– y en oscuridad total, lo único que escuchamos en la secuencia donde el asesino Buffalo Bill es finalmente ajusticiado a balazos a manos de una liberada Clarice.
El silencio, hacedor de la palabra.
Maria Zambrano decía que es en el silencio diáfano donde se da la pura presencia, y como tal, en ocasiones la palabra se hace prescindible pues “el sujeto se es presente a sí mismo y a quien lo percibe”. Las imágenes de tal concepto filosófico en el quehacer humano dicen algunos, empezó con Antígona, la heroína del silencio que prefirió morir callando a fin de salvar la casa de los Labdacos. El silencio, lo sabemos, ocupó a pensadores desde los tiempos remotos: a Pitágoras y Aristóteles; a Bacon y Heidegger (para quien representaba la máxima expresión de la palabra y máxima oportunidad de acercamiento al Ser) y en la contemporaneidad a David Le Breton. Otros autores modernos también han sentenciado (para conveniencia de este texto) que “no existe ninguna razón ontológica para considerar el habla superior al silencio: ambos contribuyen recíprocamente al significado del otro” (Nora Marks Dauenhauer).
Mucho de lo que representa el lenguaje y la palabra en Occidente proviene de las civilizaciones grecolatinas predecesoras en las que el matemático Pitágoras, a título de ejemplo, fue el primero en entender que el sonido es una vibración en el aire, hecho aparentemente banal pero que posteriormente facilitó la comprensión de la audición y comunicación humanas cuando los biólogos de la Antigüedad descubrieron que las ondas sonoras eran las causantes del movimiento del tímpano en el interior del oído. Fueron también los helénicos quienes primero debatieron la relación entre la palabra y lo político a manos de los sofistas encabezados por Gorgias, por un lado, y en los filósofos representados por Aristóteles y Platón, por el otro.
Los estudiosos contemporáneos hablan de un giro retórico y un giro lingüístico en referencia a la evolución y reconsideración del rol del lenguaje en las distintas ramas del saber y quehacer humano. Hablan de cómo “el lenguaje es continuo, silencio y palabra”; de cómo el silencio no interrumpe el habla, sino que la hace posible. Es decir, puede haber palabras porque hay silencios, afirmación que necesariamente nos encomia a intentar discernir el sinuoso camino trazado por la (in) comunicación prevaleciente en sociedades cada vez más fracturadas. En lugares donde se habla o se calla demasiado y donde se dice lo innecesario silenciando lo fundamental; donde verbo (y silencio) portan la etiqueta del precio al mejor postor.
El escritor y docente Andrés L. Mateo ha expresado con toda justicia que la palabra está desprestigiada, prostituida “como una ramera que enseña su trasero”, razón por la que a su parecer en ocasiones “cabe refugiarse en el pudor del silencio”. Partiendo de tales aseveraciones se hace pertinente meditar sobre la relación establecida (implícita y explícita) entre silencio y palabra, ya que, a mi juicio, es absolutamente válida y de todo rigor la apreciación de Mateo en cuanto a que es necesaria (urgente, diría yo) la fundación de una nueva ética de la palabra. Ya había aludido a ello quien escribe en un texto anterior en el que se denunciaba la sucia apropiación del lenguaje por parte del poder que arrebata y despoja las palabras de su verdadero significado en pos de la mentira, texto que a su vez se inspiró en declaraciones del poeta José Mármol.
Silencio, del latín silentium, y éste del verbo silere (estar en silencio, callarse) es una interesante acepción gramatical ya que en sus orígenes estuvo cercanamente conectada al término tacére, de tácitus, tácitum: aquello de lo que no se habla, no hablar cuando se podría o debería hablar. Nótese cuán metafórica es la relación entre ambos términos; se podría estar en silencio por imposición, así como por elección propia, y, por ende, se hace obvio que silencio y palabra no son entidades opuestas sino complementarias, contrario a la concepción generalizada en nuestra cultura de que silencio es vacío y ausencia.
En el quehacer literario abundan ejemplos de autores que escogieron el silencio como instrumento de comunicación creativa y simbólica: Sor Juana, Paul Celan, Juan Rulfo, Borges, y más recientemente el mexicano Javier Sicilia, por sólo mencionar algunos. Sobre el silencio como entidad que trasciende la palabra en el universo borgiano el ensayista colombiano Juan Manuel Ramírez Rave ha dicho que en algunos de los relatos aparecidos en El Aleph “Borges devela una doble condición de la escritura del silencio: silencio en el texto y en el subtexto; en la primera, establece diferencia entre lo que a voluntad del autor se insinúa, oculta y omite; en la segunda, el silencio es tema y artificio al cual recurre el escritor”. Concluye Ramírez Rave que el poder de la obra de dicho autor reside justamente no en lo que se dice, sino en lo que se silencia. En ese mundo de la alusión que juega entre lo inefable y lo indecible tan representativo de la ficción de Borges.
Javier Sicilia, por su parte, quiere simbolizar para el México de carne y hueso hoy herido de muerte, la voz que como Hölderlin pregunta para qué sirven los poetas en tiempos de miseria; él es un hombre autorizado a gritar y rabiar tras el asesinato de su hijo Juanelo a manos de la violencia sin sentido del narcotráfico. Sin embargo, paradójicamente escogió silenciar la voz poética porque el mundo, a su parecer, ya no es digno de la palabra sagrada a la que pertenece la poesía. Pide que se escuche su silencio, el cual en estas circunstancias se hace más poderoso que la palabra misma.
El silencio, entonces, puede ser el rechazo al ruido provocado por la palabra contaminada, el grito que facilita la reconstrucción de la casa de la verdad y a su vez, el instrumento que rescata el lenguaje de manos de quienes lo han ensordecido. Ese silencio deberá por sobre todo acoger en sí mismo la voz de aquellos que han sido callados por el poder a fin de que la palabra logre renacer, a todas voces, en las habitaciones de una nueva ética del pensar y del hacer en cualquier nación que, como la dominicana, haya callado tan escandalosamente el veneno de la impunidad.