Me excusan si la grafía del título no corresponde al significado del dicho que describe uno de los comportamientos más típicos del irrespeto a las leyes y las normas civilizadas que explican muchos de los vicios que se observan en el diario vivir, tanto en la esfera pública como en la privada. En la primera se entiende a través de esa expresión la inobservancia de las obligaciones propias de las funciones públicas por parte de funcionarios electos o designados por el Poder Ejecutivo. Llegan tarde e incurren en otras violaciones a sus deberes en el cargo “atento” a él. Y no actúan tampoco con la transparencia y honradez requeridas por la misma razón.
Los ciudadanos comunes pasamos la luz roja “atento a mí” y no tomamos en cuenta la señal de una vía, no sólo cuando no vemos a un policía, sino porque nos creemos con el derecho de hacerlo, algo que por supuesto les negamos a los demás. Ese “atento a mí” está presente en todos los ambientes a todas horas. Se porta el arma de fuego para el que se posee sólo un permiso de tenencia porque la expresión supone que hacerlo no implica violación alguna y la arraigada tradición de dejarlo así ha hecho de este abominable comportamiento una práctica usual y común del dominicano.
Cuando alguien se estaciona mal, ocupando dos espacios en un área escasa de parqueo, no toma en cuenta que está impidiendo a otro ciudadano estacionarse, porque lo hace “atento” a él. Vemos cómo esa insólita actitud se repite una y otra vez en todas las acciones del acontecer diario, lo que hace del país un lugar muy difícil y peligroso en donde el fuerte se traga al débil y los ciudadanos quedamos sin defensa ante el abuso proveniente de fuentes privadas y oficiales. Y así se explica que los agentes detengan a los ciudadanos antojadizamente por el hecho sólo de hacerlo y demostrar su fuerza en base a ese fatal “atento a mí”, que tan perfectamente nos pinta como nación.