El ADN o código cultural dominicano queda resumido, -no digo agotado-, en estos cuatro factores: el espíritu emprendedor de un conglomerado de individuos marginados del status quo imperante; un ideal económico regido por un patrón de comportamiento en función del cual cada sujeto procura su autonomía de manera aislada, o cuando más de manera familiar; y por tanto, de todo eso se sigue la inequidad entre sujetos desiguales y un atrofiado e injusto manejo de la cosa pública.
La conjunción interactiva de esos cuatro factores resulta en varias características expresas, manifiestas, de lo que es propiamente dominicano. La primera de esas características la denomino el atavismo del orden social dominicano. Si el individuo es la medida de todas las cosas, en contexto dominicano el atavismo existencial de cada sujeto reside en su incapacidad para superarse en un bien superior a todo, en particular a lo particular, de manera que su valor sea común a todos por igual.
La sociedad dominicana padece un claro ejemplo de atavismo o rezago existencial. Su originalidad histórica no proviene del hato ganadero y menos aún de la plantación azucarera. Ambos modelos sociales, aunque por razones diversas, dejan huellas desiguales pero menores en el patrimonio cultural dominicano.
La sociedad hatera decimonónica se caracterizó por el ocio, la dependencia paternalista del peón respecto al hatero, la subutilización del terreno y de la tecnología, y el holgado y rutinario manejo del tiempo. En ella intervino la mano de obra esclava procedente de África, minoría demográfica que por su nivel de convivencia con su amo mantenía un nivel de vida próximo al de sus amos. Esto propició al mismo tiempo, la relativa solidaridad entre los aparentemente iguales, el mestizaje y que el idioma español predominara y no se viera afectado por otra lengua y ni siquiera dialecto.
De su parte, próxima ya al cierre del siglo XIX, la plantación azucarera queda bien caracterizada por su sobreexplotación de una mano de obra mayoritariamente extranjera, así como la erradicación de las tierras comuneras y del minifundio campesino, además de su nivel de interdependencia con la administración pública para fines de financiamiento y de apropiación y titulación de grandes extensiones de tierra. Esa economía azucarera dio pie por primera vez en el país a una actividad, tan agrícola, como industrial, ambas expuestas en un contexto indudablemente capitalista.
El hato y la agroindustria azucarera subsistieron en vivo contraste con el conuco o minifundio tabacalero. A diferencia de éste, ambos sistemas de producción desconocieron y desterraron la intensiva iniciativa empresarial y laboral de cada cosechero de tabaco y de su núcleo familiar. Más aún, no operaron bajo el eficiente impulso que proporcionaron en el mercado de la hoja del tabaco negro las intrincadas redes informales de apoyo personal e intercambio social que ligaron a los más diversos actores en una gran cadena de producción y exportación de un producto comercial.
Desde su surgimiento, esas relaciones personales marcan el destino social del dominicano. No fue una concepción de patria, justicia, libertad, igualdad, fraternidad, poder y programa político, paz, bien común, fe, comunidad eclesial, identidad nacional o ser absoluto, el motivo o la razón que llevara a cada uno a convivir con los demás. Primó sobre toda otra consideración el interés particular determinado por una subsistencia precaria y relativamente aislada socialmente de los demás, más que asomos de una ideología o de algún valor moral u otro. Las excepciones a esta situación sencillamente confirman la norma. Y por tanto, superado el contratiempo de la anexión a España, esa misma sociedad cibaeña no fraguó un estado de cosas políticas en la que lo particular por fin cediera el paso al bien común. Este bien común no ha sido enarbolado y menos aún institucionalizado -léase bien: de manera continua y sustentable en el tiempo- por algún grupo de interés, independientemente de que esta agrupación sea de naturaleza política, económica o ideológica.
De ahí el atavismo –existencial– del dominicano. Con el desamparo como portaestandarte, cada sujeto permanece retenido por un patrón de comportamiento económico cuyo ideal –alcanzado o al menos aspirado– es la autonomía individual que supuestamente proporcionan la riqueza y el poder económico. Para alcanzarla lo tradicional, aunque no por ello exclusivo, ha sido a través del tiempo valerse por uno mismo y prescindir, cuantas veces la in-dependencia material lo pueda evitar, no sólo de superiores y jefes jerárquicos sino también del ámbito de influencia de sucesivos gobiernos patrimoniales. El socorrido ideal es no depender de ninguno de ellos, a menos que no sea para beneficio propio y a falta de mejor opción.
Obvio, el individualismo no es exclusivo de lo dominicano. En Europa y en América del Norte, por ejemplo, Stuart Mill lo advirtió a propósito de la libertad y del liberalismo enfrentados con diversas formas de colectivismo. Según él, se había roto el equilibrio y había que proteger al individuo y garantizarle su pleno y pujante desarrollo frente a la creciente fuerza social y la disminución del poder individual.
La defensa de la autonomía del individuo para ese autor y para otros tantos como Maculay, Spencer, Tocqueville y Comte, no significaba entronizar el poder estatal en detrimento del individuo, sino en rescatar a éste hasta alcanzar y preservar el balance fluctuante entre el empuje emprendedor de cada miembro de la sociedad y el dominio y poder de ésta.
Frente a esa tradición en Occidente, destaca el atavismo dominicano por su ausencia de tal balance o equilibrio. Cada habitante, subsistiendo en relativo desamparo desde tiempos coloniales y de los albores de la república, se acostumbra a subsistir y a reproducirse al margen del status quo que ostentan quienes gestionan el poder económico, político y religioso en el país. En tanto que simbólicamente curtidos en la actividad tabacalera decimonónica, y en lo sucesivo al frente de sus negocios –mayoritaria, aunque no exclusivamente– en la economía informal, esa población no hace las veces de contrapeso efectivo al mundo formalizado de poderes fácticos y de autoridades políticas y estatales.
Así, el mundo dominicano persiste en su propio desequilibrio. En pleno siglo XXI el peso del ideal económico y de su patrón de comportamiento –a favor de la idealizada autonomía laboral y del beneficio propio de cada quien– no permiten otra preocupación e identificación que no sea con los deseos e intereses de uno mismo y no con los de los demás. Y como refuerzo de tal conducta está el conservadurismo político, por medio del cual se protege lo que se tiene y se rehúye el compromiso y la participación formalmente política.
El cuadro podría parecer sombrío. El yo deformado e incapaz de convivir de manera solidaria se asfixia en sí mismo. Así lo evidencian sobrados actos de deslealtad personal y también de continuo fraccionamiento institucional e incluso ideológico que se da en todos los ámbitos de la vida dominicana, desde el ámbito familiar y económico, al político y eclesial.
La consuetudinaria lucha y predominio del individuo que viene subsistiendo desde antaño al margen de la ley, de la institucionalidad y del bien común evidencian el por ahora insuperable carácter atávico del comportamiento individual de quienes consuman la sociedad dominicana contemporánea.
Ese predominio es tanto más significativo cuantas veces lo ejemplifican existencialmente no ya solamente actores sociales particulares –como hubiera sido de esperar—sino incluso empleados y servidores públicos que hacen lo que le conviene a cada uno de ellos para mantenerse en un puesto del organigrama estatal en beneficio propio y debilitando así, aún más, la cuestionada institucionalidad del Estado. Es como si la adquirida ambición individual y sin límites de cada uno concluyera imponiéndose a todo y en detrimento de todos, encaminándose irremediablemente a extinguirse de manera aislada por efecto su propio descontrol subjetivo.
Si Ortega y Gasset argumentó en La Rebelión de las Masas (1927) que la defensa de la civilización europea pasaba por liberar al sujeto de las imposiciones de colectivos mediocres transfigurados por diversos “ismos” políticos y gubernamentales en “hiperdemocracias”, –a falta de lo que él denominaba “minorías selectas” –; por simple analogía, en suelo dominicano, la situación es inversa: la defensa patria pasa por institucionalizar y fortalecer la “res”/pública y así liberarla de la ambición e intereses de particulares de cualquier abolengo y clase social que malviven y se reproducen –apremiados por sus propias penurias e interés de enriquecimientos a ultranza, pero sin valores ni formación ciudadana– en medio de una cada día más vapuleada república.
Mientras perdure tal situación, el atavismo existencial dominicano seguirá afectando perjudicial y restrictivamente la iniciativa y espíritu empresarial cada quien e impedirá, o al menos retardará, el advenimiento institucional en la plaza pública dominicana de un justo balance entre el bien particular de cada sujeto particular y el por ahora desconocido bien universal de todos los demás.
He ahí la primera característica del código cultural dominicano. Su atavismo existencial exime a cada quien de privilegiar las necesidades y los intereses de los demás, de manera tal que no está consciente de la dimensión pública de la existencia humana y por ende, inconsciente, es incapaz de disfrutar de una conciencia ética conducente al bien común. Lo común de ese solamente mentado bien, en la medida en que supera el deseo individual de cada actor social, permanece siendo algo tan libresco como ilusorio.
Las otras tres características de ese código cultural serán abordadas en próximos escritos.