Mi padre fue muchas cosas, entre ellas comerciante. En la Romana logró instalar un negocio de comida en unos de los puntos más rentables de aquella provincia. La ubicación del nuevo parador era la opción obligada de los visitantes que entraban a la ciudad por la avenida principal, por lo que el negocio se alimentaba de una clientela fluctuante y diversa, caracterizada por el comprador esporádico y hambriento. Contaba yo con los 9 años recién cumplidos. A esa edad, y en ese lugar, fui testigo por primera vez de las desigualdades sociales, experiencias que poco a poco y sin saberlo fue calando en mi consciencia.

Mi rutina de estudio no era diferente a la de cualquier niño. En las tardes debía asistir al colegio y en las mañanas atender quehaceres menores. Cuando me dirigía a la escuela solía ver a otros niños de mi edad parados en las avenidas en espera de los vehículos para limpiar los cristales a cambio de alguna peseta, correteaban y se peleaban por limpiar los carros que no garantizaban ninguna retribución. Para entonces los observaba sin sospechar que aquellos niños, con los que en secreto deseaba entablar amistad, carecían de los privilegios con que la vida me había favorecido.

De vez en cuando almorzaba en el parador de mi padre, y al cabo de algunos minutos comenzaban a llegar los niños limpiadores de vidrios. Frente a mí, ellos trataban de llamar la atención; hacían mímicas, saltaban y revoloteaban al tiempo que no paraban de mirarme. Con inocencia confundía sus intenciones, creía que, como yo, ellos deseaban ser mis amigos, sin embargo, la razón de tanto alboroto era el hambre; buscaban que compartiera junto a ellos mi almuerzo. Desde aquel entonces comencé a experimentar desde una perspectiva beneficiosa lo que siempre ha existido en el mundo, las injustas diferencias de clases y el poco interés de la clase política por hacer algo al respecto. Cuando Mark Twain escribió su primera novela histórica ambientada en el año de 1547, titulada El Príncipe y el mendigo, recreó las marcadas diferencias de clases y todas las fascinantes realidades que aquello implica. Tom Canty y el príncipe de Gales protagonizan dos vidas dramáticas que coinciden por sus marcados parecidos físicos, sorprendiendo como a Canty le falta todo lo que al príncipe le sobra.

Ya no se trata de circunscribirnos a una ideología política. Poco importa ahora si somos socialistas o comunistas, capitalistas o neoliberales; lo que realmente importa es dotar de un rostro humano a la política y a los gobiernos. No debemos pretender que toda la sociedad conviva bajo las mismas condiciones sociales, pero tampoco podemos aceptar que haya niños sin comer, personas sin estudiar y ancianos sin esperanzas. En el Estado de Derechos es inaceptable la inanición o la carencia de servicios básicos. El Estado no funciona así, la democracia no se justifica bajo esos términos.