El acta de nacimiento de Irene Pérez Garó (Nenena), nativa de Duvergé, provincia Independencia, solo dice: “Mayor de edad”. Pero los suyos aseguran que pasó la raya de los cien, aunque no lo especifique la declaración tardía. Su edad no era, sin embargo, excusa para el trabajo. Gran parte de su siglo se la pasó frente al caldero sobre el fogón de leña, en el patio de su casa, en la 27 Febrero casi con Juan López, en Pedernales, procesando cera de panales de abeja para hacer velas de mortuorios y Horas Santas.

Así, esta mulata espigada, ojos azulosos, con humor repentista como pocos, crio a su prole de 13, procreada con Juan Pérez Méndez (Juancito), hermano de Benigno Pérez ¡Coñíiito!: Ángel Jeremías (primer síndico de origen pedernalense), Herminia (Minita), María (María Carlito), Nelsulina (Sulina), Nolberto (Yeyén), Ramón (Bicú, el eterno cabo de la Policía), Alcides, Gaspar, Euclides, Anita, Chichí, Palmenia (Negrín) y Juan Pérez Hijo (Curú).

La vida en aquellos tiempos era más dura que el pedernal. Ninguno de sus hijos pudo pasar siquiera la barrera del bachillerato; mas, no ninguno le salió ladrón.

Curú, como los demás, llevó esa estirpe muy a pecho. Intransigente con las malas prácticas, comenzando por sus hijos e hijas: Juanín, Ostrín, Elsa, Leonardo, Manolo, Bartolo, Nene, Janna. De los diez procreados con Zoraida Berta Pérez Moquete, dos murieron siendo bebés (Apolinar y Nelson).

“Durante las tardes, él se sentaba junto a nosotros, los jóvenes de esos tiempos, debajo de la mata de guayacán, y nos aconsejaba. Nos decía que no hiciéramos lo mal hecho, que él se siente orgulloso de decirlo porque tiene moral”, ha evocado el pintoresco Juan Ledesma, amigo de la casa, quien–por avatares de la vida–  ha sobrevivido los últimos años en Nueva York.

Sí, el inolvidable guayacán centenario en forma de sombrilla que ningún huracán ha podido doblegar, e identifica la casa de Curú y Zora, en la icónica calle Juan López.

No es fortuito que Curú, Oficial del Estado Civil (1963-1994), guardara en su vivienda los bienes de la Oficialía, para preservarlos de los embates del poderoso ciclón Inés (1966), el cual –como se esperaba–  se ensañó contra el edificio e hizo volar como aviones sus planchas de zinc. Que montara la oficina en el centro de la sala de su hogar hasta la inauguración de la nueva infraestructura por parte del Gobierno, y retornara hasta allí los equipos, “porque son del Estado”. O, igual, cuando fue regidor y presidente de la Cruz Roja Dominicana: honorífico, pero trabajaba como si le pagaran millones.

DAMAJUANA EN LA MIRA

Cuando Curú se furfuraba, resultaba difícil de bajar, pero en, en cualquier modo, representaba la solidaridad hecha persona. Con su madre viuda, sus hermanos, su esposa Zora, sus hijos, la familia toda, sus amistades en aquel pueblo situado en el recodo del suroeste de la frontera dominico-haitiana… Con todos.

Jamás abandonó a su Nenena. Casi a diario le visitaba. Y ella, a pasito lento, caminaba unos 150 metros desde su casa para verle cuando lo extrañaba al pasar dos días. De los cincuenta y cinco pesos que le salían de su salario de 60 mensuales, como oficial civil, cinco estaban destinados religiosamente para  su madre. Un ritual cada día 25. Solo mancó cuando a su madre se le fue la vida.

En el hogar, con su pareja y sus hijos, jamás flaqueó. Solo decía: “Zora, toma el cheque”. Ella tampoco lo desengañó. Era la armonía de la familia. Apenas se escuchaba cuando hablaba, pero, además de los oficios domésticos, hasta sus últimos días, en 1987, buscaba la forma de “hacer el peso” y apoyar para sobrellevar la carga económica. Con la misma pasión con que cosía un vestido o una camisa, hacía un dulce o un helado para la venta. Cuando alguno de sus hijos le reclamaba que se tranquilizara y dejara eso, susurraba: “Ay, mi hijo, hay que ayudar a tu papá en algo”.

Zora era igual de meticulosa y solidaria como su compañero, en el hogar y en la sociedad. Cuando Curú llegaba de la oficina, entre la 1 y las 2 de la tarde, el almuerzo estaba sobre la mesa tapado con un mantel de cuadritos rojos o azules: arroz, habichuelas rojas y carne, casi siempre (la bandera dominicana). Y lo primero que él hacía era tomar el cuchillo y partir justo por la mitad el arroz en el plato: una para él; la otra, para ella.

Ella se “enfermaba” si no asistía a las misas y a otras actividades de la iglesia católica. No se sentía en paz si, tras los rituales religiosos, no visitaba a los presos y a los enfermos. Él, igual, si además de la oficina, no atendía su conuco de Los Olivares y sus animales (incluidos sus perros).

Y así fue. Uña y mugre, hasta que se marchó para siempre en 1987, tras 44 años juntos. Había cumplido 63 de edad.

Una botella rojo oscuro, llena de trozos de palos, hojas de canelilla y ron, estuvo abandonada por muchos años en un rincón de la  de la habitación que compartían. Jamás Curú tuvo deseos de tomarse un traguito de vez en cuando. No había ánimo. Solía comentar con acentuado orgullo:

“Mientras un hijo mío necesite un lápiz y un cuaderno, no me daré un trago”.

Cuando el padre Avelino Fernández oficiaba la misa de cuerpo presente de Curú, fallecido a los 76 años el 15 de mayo de 1994, víspera de los comicios, resaltó en voz alta: “Nunca, pero nunca había visto tantas personas. Ni siquiera en mítines de partido político alguno. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que hoy, cuando no puede haber una manifestación política, Dios ha unido al pueblo de Pedernales en torno a los restos de este honorable señor”. 

El presidente Balaguer “ganaba” otra vez una de las elecciones más cuestionadas de la historia dominicana.