Tanto lo amó que envió a su Hijo Único y no lo envió para condenar al mundo, sino para salvarlo.
Me pregunto cuánto lo habrá pensado. Cuántas dudas mientras llegaba a la convicción de la necesidad de enviarlo. Pero como nadie es más autónomo que Dios, seguro estoy de que no necesitó caliés, ni consultores, ni informes de inteligencia. Como para entonces no había periódicos, se libró de leer artículos como éste y como los que escriben los profesionales del miedo.
Tampoco sabemos si cuando tomo la decisión de alojarse en el vientre de María el significado de farsantes, comediantes, ignorantes y perversos era el mismo que se asigna hoy a quienes faltan a la habitual conspiración del Sanedrín. Con todo, de seguro que lo dudó.
Mucho peor tuvo que ser para Jesús quien indudablemente al iniciar sus Cuarenta días de desierto debió también preguntarse en algún momento de debilidad suprema si valía la pena seguir en el esfuerzo luego de comprobar que mientras más caminaba, mejor confirmaba la existencia cuantiosa de farsantes, comediantes, ignorantes y perversos.
Así se tejió la historia. Ambos, Padre e Hijo, no pudieron ignorar que tendrían que “caminar entre redes” y que el mensaje, conocido por todos como la “Buena Nueva”, no podría explicarse recurriendo a la tolerancia (y es que el filósofo aún no había escrito aquello de que “La tolerancia implica una venganza escondida”).
¿Y entonces? ¿Por qué lo hizo sabiendo, como sabía, de la existencia de tantos farsantes, comediantes, ignorantes y perversos? ¿Por qué si también sabía que a ellos no les venía bien dárselas de buenos y parecer no estar enterados? ¿Por qué?
La respuesta se cae de la mata. Si el mundo luego del supremo diagnóstico se comprobara lleno de santos y de santas, de buenos y de buenas, no habría necesidad alguna para que Dios enviara a su Hijo Único y mucho menos para que el Hijo la pasara tan mal como la pasó. Y allí está la clave de la decisión: el Amor.
Todo lo hizo para cuidar, acompañar, salvar a los farsantes, comediantes, ignorantes y perversos. De no existir estos, el sacrificio del Hijo hubiese sido un esfuerzo inútil, más inútil que condenarlos, porque condenar y castigar transforma el milagro en una acción desprovista de santidad.
Al Hijo Único, que sepamos, nunca le fue bien en los tribunales ni en los templos: a los tribunales no recurrió nunca por razones obvias y en el templo nos dejó para siempre la enseñanza de que también a los santos se les puede acabar la paciencia ante el escándalo público de quienes hacen comercio con la fe. Para enseñar a los farsantes, comediantes, ignorantes y perversos optó por el más difícil de los métodos pedagógicos, el testimonio y también por esa técnica depurada y simple de ponerse siempre en el lugar del otro o de la otra: “Quien esté libre de culpa…”
Gracias a Dios la operación resultó exitosa precisamente por la fuerza que la inspiró: el Amor. Dios mejor que nadie sabe, que sólo puede cambiarse -para mejor- lo que se ama. Es así como su amor por el mundo es lo que nos da seguridades de mejores días para todos y todas, pero en primer lugar para sus favoritos, los pobres, para los “anawines”, aquellos que lo decidieron a regalarnos a su Hijo: los farsantes, comediantes, ignorantes y perversos. Eso es lo que llaman esperanza.
Y ya que de esperanza hablamos… queda esperar que quien escribe no reciba el perentorio reproche de que no sabe lo que dice. Y queda como recurso para el perdón pues no soy el único, ni el más peligroso.