Ya uno no siente asombro sino asco. Las tripas se te revuelven y viene la náusea. Y te quedas pensando, pensando a lo que hemos llegado en este mundo que poetas y filósofos imaginaron feliz, igualitario y libre de violencia.

Cada día trae una nueva tragedia, una nueva matanza, una nueva masacre. Y necesariamente tenemos que remontarnos al pasado reciente cuando el mundo estaba en manos de gente de la calaña del payaso perverso de Texas, el mismo que recientemente puso de manifiesto su desparpajo al convertir un homenaje a unos policías muertos en una chercha, con tongoneo incluido.

Hablamos de George W. Bush, uno de los principales responsables de las masacres que cotidianamente conmueven al planeta. Porque hoy muchos se rasgan las vestiduras y se llevan las manos a la cabeza y sus dedos acusadores los dirigen hacia los perpetradores de las matanzas. Y muy pocos señalan a los grandes culpables, a quienes se dieron a la tarea de cuquear las avispas, de acorralar a las ratas. Se olvida a quienes con sus ínfulas imperialistas, con sus absurdos planes hegemónicos se propusieron controlar, someter y destruir a quienes veían más como enemigos que como hermanos. Fueron ellos quienes rompieron el equilibrio de sociedades milenarias, que subsistían, medraban con sus déspotas, dictadores y reyezuelos. Sociedades a las que intentaron supuestamente democratizar imponiéndoles gobernantes títeres de occidente, proclives a las políticas expansionistas de los grupos políticos y económicos del mundo desarrollado.

El caso más ilustrativo de lo que argumento es el de Irak. Tras los ataques a las torres gemelas en 2001 el gobierno de George Bush se tambaleaba por muchas razones, incluida la patética ineptitud del presidente. La economía estaba en crisis, la sociedad atemorizada, y el discurso patriotero en las alturas. Fueron días muy duros contra las libertades individuales. Entonces, junto a Donald Rumsfeld, Condolessa Rice, Dick Cheney, Tony Blair, José María Aznar y otros súbditos, incluidos países del mundo árabe musulmán, Busch anunció al mundo que Saddam Hussein tenía armas de destrucción que amenazaban la paz y la seguridad mundiales. Y puso en marcha la invasión-agresión, la que terminó con Husein en la horca y sus colaboradores más cercanos condenados por una justicia manipulada y controlada por los invasores.

A partir de la invasión-destrucción de Irak se inició un proceso de desestabilización social en donde las reprimidas   luchas étnicas renacieron con ferocidad. Recordemos que Saddam Husein pertenecía a la minoría sunita, que gobernaba a fuerza de represión a la mayoría chiita y kurda.

Pero el peor de los errores- crímenes cometidos por los invasores fue el propiciar la desarticulación del ejército iraquí, el cuerpo represivo con el que Saddam Hussein mantenía a raya las luchas internas, los conatos de rebelión. Fueron muchos los expertos que alertaron de las demoledoras consecuencias que tendía aquel hecho. Al paso de los días miles de hombres se vieron sin sustento para sus familias, en un país destruido, sin fuentes de empleos. Y encontraron una forma de vida en el Estados Islámico, que los acogió, armó y dio sustento económico.

Hoy el mundo llora los muertos de occidente, pero pocos recuerdan las matanzas cotidianas en Irak, país  fue que devastado por una invasión extranjera abusiva y absurda. Cada vez que suceden casos como el de Niza y Bruselas la gente se alarma, llora de impotencia y acusa a los terroristas malos. Y nadie recuerda a los terroristas buenos, aquellos que como George Bush sembraron y diseminaron la semilla del odio, de las destrucción en países que, aunque con todos sus defectos, eran mejores sociedades que las que son ahora.

Cada vez que sucede una feroz masacre me da asco, pero al mismo tiempo mi dedo acusador se dirige hacia ti, George Bush.