Mientras en Almería, España, la dominicana Ana Julia Quezada era detenida por el asesinato del niño Gabriel Cruz, en Pedernales, República Dominicana, la pareja de Julio Reyes Pérez y Neida Urbáez eran asesinados por unos hermanos haitianos. Ambos acontecimientos generaron la indignación ciudadana, pero al mismo tiempo, en ambos lugares se activó la rabia xenófoba y racista.
Si en España algunos medios de comunicación destacaban la nacionalidad dominicana de la acusada, en Dominicana se subrayaba la nacionalidad haitiana de los asesinos. En ambos casos, el odio al extranjero terminó reemplazando el rechazo al crimen.
Como simples muestras, en España, las redes sociales se conviertieron en autoparlantes para la retórica racista, mientras en las provincias dominicanas de Pedernales y Santiago, el odio pasó de la palabra a las acciones: insultos, invasión al espacio privado, quema de casas e intento de linchamiento público.
Contrario a como podría pensarse, el odio xenófobo que ha llevado a estos actos no es una pasión de gente primitiva y sin educación. Un segmento influyente de la intelectualidad dominicana propaga la retórica del odio, juega con la falacia de la falsa generalización según la cual, las características o patrones conductuales de unos determinados individuos se generalizan a toda la clase o grupo de la que son integrantes dichos individuos.
Como muy bien ha expresado la comunicadora chilena Paula Guerra Cáceres en un artículo donde aborda la cuestión de la xenofobia relacionada con el caso de Ana Julia Quezada, estamos ante un proceso de estigmatización y criminalización de un colectivo mediante la propagación del odio y el miedo hacia ese “otro” que se percibe como amenaza.
La lógica tribal es constitutiva de nuestra memoria biológica, pero la civilización la reemplaza por un Estado de derecho. En el mismo, todos somos ciudadanos co-partícpes de un proyecto común regido por las leyes. Los delitos o transgresiones a las normas sociales o jurídicas se castigan mediante procedimientos institucionales y nunca la procedencia o el origen del infractor agrega o reduce falta a la naturaleza dañina del crimen.
Como tampoco, el crimen de un individuo envilece o agrega maldad a su etnia o nacionalidad. Del mismo modo en que el delito de un dominicano no convierte en asesinos repudiables a todos los dominicanos, el crimen de un ciudadano haitiano no transforma en monstruos a todos los ciudadanos que comparten su nacionalidad. Esta obviedad se olvida cuando la pasión tribal obnubila las mentes de los fanáticos y los impulsa a la acción.
Estos fanáticos son culpables por sus actos, pero todavía lo son más quienes promueven, en el nombre de la patria, el ascenso del odio. Porque estos no carecen de educación, ni del conocimiento de la historia de los procesos migratorios, sólo instrumentalizan un sentimiento primario de nuestra especie para sostener sus proyectos de poder.