Las memorias urbanas trascienden con igual celeridad que las leyendas que ocupan tantas horas nocturnas de conversaciones e historias sobre “galipotes en motocicletas”. Segundos anecdóticos que encierran la visita a un lugar, que narran esa crónica que solo puede superar la foto que se publica en Facebook.
Pero esas memorias se construyen principalmente en países y ciudades donde el discernimiento sobre la democracia y la libre expresión se dejan conducir por el arte, depositando en este la oportunidad de exteriorizar el sentir de la sociedad. El concepto arte público, una de las más eficacez congruencias para que se produzca un diálogo genuino entre obra, artista y espectadores.
Joyas arquitectónicas, murales, esfigies, entre otras obras del mundo, dejan ver un Santo Domingo confundido, que se apresura al desarrollo de un urbanismo monumentalista con toques de hedonismo político, y que solo proporciona grandes insfraestructuras de poco ingenio e innovación.
Hemos tenido oportunidades, en varias ocaciones: “Unión de los pueblos hispanos (ave. Las Amércias), estuculturas que rodeaban el “Faro a Colón”, las mismas estaciones del metro… Pero se necesita además del arte público, el público como observador y con capacidad de interacturar en estos espacios. El “paseo de las artes” (Boulevard de la 27), por ejemplo, donde los trabajos de grandes maestros dominicanos se exponen como en un gran museo al aire libre; si bien amerita atención gubernamental, está ávido de que los visitantes a las plazas cercanas se detengan unos minutos más de los que dura el cruce peatonal, que los pasajeros de autobuses y camiones dejen de darle banda y con su humo sigan sepultándolo en el olvido.