En el verano de 2010 tuve la oportunidad de visitar el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Atestado de visitantes de todas partes del mundo, un miércoles de mediados de agosto, el museo exhibía obras de Henri Matisse de los años 1913-1917, de la exposición titulada “Invención Radical”. La visita al MoMA fue una experiencia placentera que sirvió para hacerme una idea más cabal de lo que se ha dado en llamar “arte moderno”.
Allí, junto a las obras célebres de algunos de mis pintores favoritos de finales de siglo XIX y principios del siglo XX, había otras “obras” no tan conocidas ocupando un espacio inmerecido. En ocasiones, mi acompañante, mi buena amiga Ivana Krstovská, una mujer muy perceptiva, se detenía y se quejaba: “Dime Fidel, ¿y esto es arte? ¿A esto se le puede llamar arte moderno?”. Y señalaba con desdén una instalación insulsa, un objeto que podría haber sido colocado fácilmente en el suelo por cualquier niño, un lienzo en blanco o monocromo, un cuadro vacío de líneas, colores y figuras. En otras galerías de arte del mundo se podría hallar objetos vivos o inertes que intentaban pasar por obras de arte: un tiburón o una oveja disecados, una calavera forrada de diamantes, o una caja de zapatos, o un perro realengo amarrado en una esquina sin darle de comer hasta morir (¡). ¿El arte conceptual como metáfora banal del vacío y del caos de la vida moderna? ¿O más bien el arte-espectáculo, fácil y simplista?
En una entrevista al diario español El País, de septiembre de 2010, a propósito del arte contemporáneo concebido como arte-espectáculo y arte-negocio, el pensador francés Marc Fumaroli reaccionaba: “Hay una nueva clase social que surge de la acumulación del dinero en una esfera extremadamente estrecha, pero mundial. Estos millonarios ya no quieren tener en casa un tiziano o un delacroix, sino signos exteriores de riqueza. Y eso es lo que les proporcionan las galerías que les ofrecen tiburones dentro de tanques de formol o juguetes sofisticados como los que produce Jeff Koons”.
Para Fumaroli, el viejo Marcel Duchamp no carga con la culpa de esto. Distingue claramente entre Duchamp y Warhol. La fórmula de Duchamp era: todo lo que se pone en un museo se convierte en obra de arte. La de Warhol: todo lo que hay en los supermercados puede ponerse en un museo y convertirse en obra de arte. La diferencia no parece tan obvia, pero son fórmulas distintas.
Lo cierto es que, en medio de la confusión reinante en el mundo del arte y de la crítica de arte, en donde todo parece valer, el concepto parece reemplazar a la imagen, a la forma, e incluso a la exigencia misma de una obra. El arte no supone ya una obra como objeto estético. Supone sólo, apenas, un concepto, una idea, una visión. Aclaro: un concepto vago, una idea confusa, una visión borrosa. El objeto fenoménico queda reducido a objeto físico, a cosa efímera (cuadro, escultura, instalación, o lo que sea) que está allí, que dura poco, poquísimo, que se deshace con el tiempo, que no subsiste y sólo sirve para el escándalo, la noticia sensacional y el negocio. Esa “cosa” que se convierte en objeto de especulación financiera de mercaderes y élites. El nuevo fetiche para coleccionistas excéntricos. Se consuma así una gran quiebra no sólo con la tradición clásica sino incluso con la tradición moderna misma. Quiebra que no es creadora, sino disolvente y aniquiladora.
Propongo ahora reintroducir un concepto nada nuevo que intenta superar la dualidad Cosmos-Caos: caosmos (Félix Guattari). El caosmos pensado no sólo como espacio o ámbito de creación, sino también como proceso creacional. Ni Amor ni Odio, ni Orden ni Caos: el universo es un espacio infinito donde se conjugan y combinan fuerzas opuestas y complementarias. El proceso creador mismo es una energía caósmica o caosmética. Desde la experiencia del caos en que habita, el artista ordena los elementos y los materiales de que dispone: crea un orden. Organiza su propia percepción y visión, ordena su poética y posibilita la experiencia del sujeto receptor. Sometiendo a revisión crítica las propuestas visuales tradicionales, produce nuevas propuestas que sintetizan nuevas expresiones, nuevos discursos. Reordena el espacio, reinventa la realidad, su realidad, recurriendo a diversos planos de significación: lo referencial, lo simbólico, lo híbrido, lo sintético, tanto al nivel de expresión como de contenido-forma. Con su “gesto semántico”, principio que organiza la significación de la obra artística (Jan Mukařovsky), el artista transmuta el caos en orden, ese orden imaginario que propone la obra de arte, el texto artístico como universo simbólico, único y singular. El caos en lo humano, lo social y lo histórico pasa a ser orden en lo estético y lo artístico: un Caosmos. El Caosmos deviene así experiencia estética fundamental. Experiencia que tiende también a superar la dualidad tradición-ruptura.
Crear es abrirse radicalmente a lo desordenado, lo azaroso, lo impredecible, lo indeterminado. Ordenar lo Informe. Organizar el Caos. El impulso creador no es sino un esfuerzo por tratar de introducir algo de orden dentro del caos originario. Orden y Caos son antinomias que rigen nuestras vidas. En el arte como en la vida oscilamos perpetuamente entre la necesidad de orden y armonía, por un lado, y la voluntad de caos y ruptura, por el otro. Voluntad que es apertura al abismo, vértigo de la vuelta al caos primigenio. Vivimos en un mundo caótico y fragmentado, sí, pero es preciso poner en él unidad y coherencia, verle como un todo orgánico, como totalidad. Para ello tendríamos que inventar una manera nueva de ver y entender la vida. Lo que supone también una manera nueva de producir y percibir el arte.