En sus distintas manifestaciones, el arte callejero involucra a los ciudadanos, quienes dejan de ser meros espectadores para convertirse en copartícipes de la creación artística.
Como bien ha señalado recientemente en una entrevista la Dra. Marina Garcés, profesora de filosofía en la Universidad de Zaragoza, la filosofía nació como arte callejero, pues nació en la plaza pública (el ágora), en un período histórico donde las instituciones políticas sustentadas por el Anax Micénico (rey o soberano) fueron reemplazadas por relaciones institucionales más democráticas,
El nuevo orden político exigió la participación activa de los ciudadanos para deliberar y llegar a consensos sobre la solución de los asuntos políticos.
Así, el “filósofo” no fue originariamente un experto académico, el habitante de un “nicho de conocimiento” al margen de una comunidad de inexpertos. Por el contrario, era un ciudadano comprometido con su entorno, un agitador político y cultural.
El proceso social que llevó a la conformación de las universidades modernas, unido al proceso de especialización que ha caracterizado el fenómeno del conocimiento en Occidente, propició un espacio institucional para la filosofía y las humanidades, pero al mismo tiempo contribuyó a su distanciamiento de la vida política.
En la medida que muchas de las interrogantes filosóficas pasaron a formar parte del cuerpo de problemas de disciplinas especializadas y el paradigma que valora el saber en función de su utilidad económica se globalizó, la filosofía, como el resto de los saberes humanísticos, fueron gradualmente marginados, situados ante una nueva crisis de legitimación social.
Ante esta situación, impera el “retorno a la calle”, configurar los saberes humanísticos como “artes callejeros”, reorientar la reflexión y la investigación a los asuntos de la ciudad, de la vida política.
Esta “reconexión con los orígenes” no solo forma parte de una estrategia de legitimación epistemológica, responde también a una misión ética. Los saberes humanísticos no pueden estar de espaldas a la sociedad sin desnaturalizarse a sí mismos.
Es justificable la práctica de un físico o un químico que se amuralle en las paredes del laboratorio o la universidad sin “contaminarse” con los asuntos humanos, pero resulta bastante cuestionable justificar que un filósofo, un historiador o un sociólogo aspiren a vivir y pensar a espaldas de lo que otorga sentido a sus actividades.