Ojalá pudiéramos saber claro, entender claro al margen de la ciencia y la razón.
Y cuando digo “ojalá”, andá a saber si no estoy diciendo una idiotez.
Probablemente la única áncora de salvación sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas.
Pero además hay que vivir.
–Sí −dijo la Maga, sirviendo café−. Además hay que vivir.
Julio Cortázar
Entre los pintores impresionistas, probablemente Paul Cézzane fue el más obsesionado con la idea del rol predominante de la naturaleza en relación al arte, ambos en “armonía paralela” donde el modelo no es mero motivo presentado frente a nosotros sino, sobre todo, el motor de las sensaciones experimentadas ante él. La crítica M. E. Muñoz nos recuerda cómo el joven artista estaba convencido de que el modelo precisaba ser leído, descifrado, construido en “una ardua labor cuyos frutos podrían, eventualmente, ni siquiera ser vistos por el propio autor”.
Al parecer, esto ha sido lo acontecido con Impresión, sol naciente, la “obra faro” del impresionismo vanguardista completada por un Monet que inspirado en el paisaje de la alta Normandía de su Francia natal, por mucho tiempo intrigó a los estudiosos de arte. ¿Representaba el lienzo un amanecer o un atardecer? ¿Constituyó un error el que inicialmente fuese registrado como Impresión, puesta de sol? Junto a la firma del autor aparece el número 72 detalle que provocó una controversia adicional ya que un reputado historiador y marchante había situado la pintura en la primavera de 1873.
Impresión, sol naciente es un fino lienzo de apacigüe gris azul en el que se confunden reflejos de figuras humanas y botes en el agua con la escena de un típico puerto marítimo, mas, es un anaranjado Sol lo que domina la escena, quien guía la mirada del observador sobre la luz (metafórica y real) que alerta sobre lo que se avecina. El diario español El país ha reportado recientemente que gracias al uso de rayos infrarrojos; a los detalles del entorno del puerto de El Havre; al análisis de algunos partes meteorológicos de la época; a la aplicación de conceptos de trigonometría y de algoritmos astrofísicos, investigadores han concluido que el lienzo fue completado de una “sentada” una brumosa mañana del 13 de noviembre de 1872.
Aquel era un día donde la brisa suave desplazaba el humo de las chimeneas de izquierda a derecha (indicando que el viento soplaba del Este) y en el que la esclusa del puerto se encontraba abierta (ya que no había marea alta), tal como lo trazó Monet y tal cual revelaban las fotografías de la época analizadas por los estudiosos. Siglo y medio posterior a su creación, la curiosidad humana logró descifrar el modelo que quiso plasmar Monet en la obra que nos ocupa; esta vez, la observación y el sentido común –las simplezas de la vida– parecerían haber abrazado a la ciencia.
Consideremos que más allá de las contribuciones hechas por los avances tecnológicos al estudio del arte, tecnología y ciencia no son sinónimas; aquella es, en rigor, una de las múltiples expresiones del quehacer científico y por ende, un sub-producto de éste. Ciencia, por su parte, constituye el ejercicio del pensar que más directa y poderosamente conlleva al conocimiento; y sobre todo, la ciencia es sostén indispensable para la condición humana. Ella arrastra consigo el potencial (y el deber) de utilizar el saber de forma responsable a fin de satisfacer nuestras más perentorias necesidades y aspiraciones. Tanto las que se dan en el ámbito de lo concreto, digamos, la supervivencia, el alimento, la defensa ante lo perjudicial, así como las de naturaleza estrictamente espiritual, entre ellas el arte. Tales concepciones ya han sido establecidas por la UNESCO, organización que incluso ha ido un paso más allá al alertarnos sobre la impostergable necesidad de que el quehacer y el saber científico sean empleados correctamente en beneficio de cada uno de nosotros, al servicio de la paz, y, por ende, a favor del desarrollo de toda la especie.
Preguntarse para qué sirve la ciencia conllevaría a obtener respuestas tan simples o complejas como las siguientes: a fin de encontrar el conocimiento, para responder dudas, para elevar nuestra calidad de vida, y un largo etcétera. Dicho cuestionamiento ha sido una constante presente a través de múltiples civilizaciones durante gran parte del existir del hombre pensante y en particular a través del desarrollo de la filosofía como disciplina. Tal cosa no ha de sorprender, al fin y al cabo lo que el hombre es íntimamente, su carácter netamente humano se revela más en la obra artística y en la preocupación filosofía que en la ciencia propiamente dicha. En su objetividad inapelable, la ciencia atrapa y comunica lo alcanzado y descubrible; la filosofía, renaciendo en cada interrogante vuelve a poner todo en duda y de tal forma lo trasforma. En suma: es el resultado, y quizás no el cómo, lo que cuenta en el ámbito científico, contrario al ejercicio filosófico donde lo esencial es el modo y el motivo, el porqué.
Estas observaciones ya habían sido comentadas por el argentino Ricardo Pantano décadas atrás, pero también ocuparon las mentes de los antiguos pensadores griegos fundadores la disciplina filosófica, en particular los presocráticos, quienes, al igual que sus colegas contemporáneos se preguntaron de dónde venimos, quienes somos, qué nos forma y cuáles son nuestras singularidades. Tales interrogantes conllevaron al ulterior desarrollo de una nueva manera de concebir y pensar que basada en la razón y no en la suposición, facilitó el tránsito del mito al logos.
Dos corrientes pre modernas fundamentales dieron sostén al futuro matrimonio ciencia-filosofía: el positivismo decimonónico (en el que lo único cognoscible era lo acomodable a las reglas del método científico, concepto representado fundamentalmente en el pensamiento de Augusto Comte), y el neo positivismo de Bertrand Russell quien sentenciaba que la filosofía no era más que una actividad auxiliar al servicio de la ciencia. Es así como por mucho tiempo ciencia y filosofía caminaron en aceras opuestas, hoy, felizmente, los teóricos y académicos occidentales de mayor peso entienden que ambas constituyen dos caras de una misma moneda; ejercicios interdependientes donde la primera apoya a la segunda en la búsqueda de respuestas a las preocupaciones humanas, y ésta a su vez, pone freno al a veces preocupante poder logrado por el saber científico cuestionando su alcance.
El sol es la clave pictórica y temática fundamental en el cuadro de Monet que ha motivado estas divagaciones; sinónimo de luz, irradiación y vida, el astro es centro de todas las cosas, y, como ha dicho el poeta, no tiene historia, mas, vive en la eternidad del momento. A todas luces, ha sido la ciencia quien ha descifrado el enigma de Impresión, sol naciente, pero deberá ser la filosofía quien ate los cabos y adjudique el significado justo a los avatares del quehacer científico. No basta alejarnos de la irracionalidad y aferrarnos a lo demostrable; se necesita de un Sol, de una conciencia (filosofía) crítica universal sobre nuestra realidad a fin de construir el digno mundo que todos nos merecemos. Eso lo sabían los incas, adoradores de Inti (padre Sol) quien, colocado en el primer peldaño de la escalera celestial les protegía garantizando la bondad de la tierra durante las estaciones de siembra mientras simultáneamente representaba la inagotable luz que guiaba su existir.