A través de la historia las calles, el santuario, los puentes y los edificios representaron el espacio transfigurado por la mano hacedora del hombre dialogando con sí mismo y con el entorno que le protegía o agredía; estas fueron y han sido las obras del arquitecto, el genio que aferrado al principio presocrático del Arché, analiza la organización de la materia en toda su realidad. Las señas del soñador convertido en maestro de lo habitable y lo habitado. Sea como ejecutante terrenal de etéreos modelos espaciales (desde los templos celestiales en la Cábala hasta la Jerusalén de Salomón); como promotor de la convivencia que representó aquella pionera Vía Apia, o como guerrero del acero y las alturas en los rascacielos de van der Rohe y la Escuela de Chicago, el arquitecto, en suma, tal como sentencia Pedro Azara en “Castillos en el aire: Mito y arquitectura en Occidente”, parecería ser el dios que ordena las cosas (vivibles) en el mundo.

Esta disciplina, arte de los límites según estableció Marco Vitrubio en el fundamental tratado De Architectura (año 15 a.C.), no sólo incorpora proporción, ordenación, distribución y disposición, sino sobre todo seguridad, utilidad y belleza. Para algunos, el pensamiento vitrubiano consolidado durante el dominio de Augusto incluso prefiguró la futura conexión entre arquitecto y Estado al legitimar su capacidad creadora de lenguajes políticos o religiosos. Cual hierofante que otrora fue sumo conductor de los mitos eleusinos, hoy, el arquitecto es el Midas de los íconos. Creador y destructor de mitologías; pintor de épocas que no son otra cosa que itinerantes construcciones de la mirada. Tal es el caso del valenciano Santiago Calatrava quien controversias aparte, y muchas le acompañan, arrastra en sus hombros una obra que desde Bilbao a Milwaukee y desde Atenas hasta Tenerife ha marcado un rastro del significado y el significante oculto tras las últimas décadas del Ser occidental.

Premiado por muchos, con dos docenas de doctorados honoris causa y acusado de excéntrico por otros, del trabajo de Calatrava se ha dicho también que simboliza una “incongruencia entre la extravagancia de su arquitectura y el limitado propósito al que le sirve”. Su más reciente obra apenas concluida hace unas semanas no ha escapado tales críticas. Tanto el Wall Street Journal como el New York Times han comentado sobre el prolongado retraso en su construcción, los astronómicos costos (US$4 mil millones) que para algunos han constituido un despilfarro y sobre su desconexión visual con el entorno inmediato.

Se trata del centro de transporte en el nuevo World Trade Center de Manhattan que reemplaza el complejo de edificios destruidos aquel 11 de septiembre y que acogerá a 100 mil personas diariamente. El Oculus, como se ha bautizado a la estructura de cristal y acero en forma de paloma que arropa en sí misma el gran pasillo de la estación, se levanta entre el mármol blanco italiano de sus pisos y la luz natural originada 160 pies más arriba. Monumento o centro de utilidad colectiva, el Oculus presume proyectar el espíritu y la esperanza de la urbe neoyorquina tres lustros después de los apocalípticos ataques de Al-Qaeda.

Resonancia arquitectónica, simbolismo y funcionalidad son entonces puntos de partida fundamentales en el justo análisis de un proyecto que traspasa la mera importancia urbanística; no sólo porque proviene de fondos del erario público o porque la propia esencia de su construcción sea la representación de una época, o mejor aún, la imagen de una nueva época, la de la ciudad renacida, sino porque su razón de ser parecería estar validada por el dios dinero: le rodean múltiples tiendas en su interior y un gigantesco centro comercial, como si consumir representase una vía hacia la sanación.

La ciudad guarida de calles y vecindarios ha transcurrido como metáfora en el existir de las civilizaciones allende los perímetros de sus límites concretos; ciudades distintas y simultáneas existen y se suceden bajo una misma taxonomía creando polis fantásticas, “la citta invisibili” de Ítalo Calvino que no es más que memorias, deseos y lenguaje; lugares de intercambio de mercancías, palabras y recuerdos. Es a esta ciudad que apela Calatrava acaso persiguiendo el rescate del logos del Manhattan transfigurado la mañana del septiembre que nos asaltó a todos y que asaltó a todas las significaciones occidentales. Quizás apela a la ciudad de Calvino que no dice su pasado porque “lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas”.

Enriquillo Sánchez escribió que nuestras épocas se nos muestran con alarmantes derrumbamientos de la arquitectura: primero Berlín, después el Pentágono y por supuesto las torres gemelas cuya destrucción durante los minutos eternos del impacto de los pájaros de la maldad definió el “black out” de la cultura occidental. Le cito: “La posmodernidad había concluido en unos cuantos segundos atroces, en los que el objeto absoluto dio paso al significante total sin significado, un abismo semiótico para el que sencillamente no estábamos preparados. (…) La frontera irreversible de la posmodernidad se produjo en esos instantes absolutos y como nada quedó en pie, tendremos que erigirlo todo nuevamente”. Estas contundentes afirmaciones fueron plasmadas por el malogrado intelectual en su luminosa obra “El terror como espectáculo. Antes y después del 11/S” texto merecedor del Premio Nacional de Ensayo 2003. Un libro hermoso que como afirmó y quiso su autor, “se puede arrojar a la noche sin que ella tiemble o huya”.

Intentar comprender la posmodernidad acarrea el desafío de la carencia de un sistema referencial, de un orden coherente que represente una totalidad constitutiva de lo que es posmoderno; la incredulidad ante los metarrelatos a que aludía Lyotard en su concepción de la posmodernidad implicó además la necesaria búsqueda de nuevos tótems que la definieran. Ya sabemos que son dos: lo global y lo inmediato, ambos representados en la televisión (y hoy en el iPhone) justamente el escenario donde vimos morir en vivo a millones de seres por primera vez en la historia de la especie. Esas imágenes del 11/S en CNN nos hicieron sentir insignificantes y tal como sentenció Enriquillo, “fuimos insignificantes, y de esa insignificancia nacía el terror, y con éste el fin de una época”.

Ciertamente, tuvimos que erigirlo todo nuevamente; hubo que asumir la postura calvineana de descubrir todas las razones secretas que nos han llevado a vivir en la ciudad, razones que de seguro podrán valer más allá de todas las crisis. En dicho camino Calatrava ha erigido la ciudad total, la mitópolis que nos transportará desde el cráter del Ground Zero de Manhattan, es decir, desde el Averno, hasta el Oculus, fuente de la luz iluminadora de nuestra época transformada ella en templo del consumo.

Décadas atrás, Roland Barthes advertía a los geógrafos que fueron los escritores los únicos que habían dejado ejemplos de lecturas de la ciudad. Lo hizo Neruda, Cavafis cuando sentenció que la ciudad nos seguirá y que siempre llegaremos a ella y también el modernista catalán Eduardo Marquinas al decir que antes que piedra, madera y hierro, la ciudad era espíritu. Recordemos que éste emana de nosotros mismos y no de las fauces del Mercado.