He sostenido en trabajos anteriores que la filosofía occidental, entendida hasta Schopenhauer, dista de ser algo más que una apostilla de Aristóteles. Pero ser tal apostilla no significa que no haya contradicciones y hasta contrariedades. En verdad, existe una ruptura radical, profunda y a mi entender irreversible del pensamiento occidental con el aristotélico y con sus múltiples variantes y reapariciones a lo largo de los últimos 24 siglos.
La ruptura. Esa ruptura no se la debemos ni a la Edad Media, ni a la Aufklärung con su yo consciente de sí mismo. Y ni siquiera proviene –y valga esta mención a vuelo de pájaro—del ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Éste, al posicionarse en contra de la modernidad, sostuvo que la civilización basada en la razón acarrea el deterioro moral de los pueblos y por eso sostuvo que no debía separarse la iglesia del Estado político surgido del pacto social y sostenido por la voluntad general.
Bien por el contrario, la susodicha ruptura irrumpe en el gran teatro del mundo con Federico Nietzsche (1844-1900), verdadero heredero de la genial intuición volitiva de Schopenhauer.
Según Nietzsche, para acabar con todo el engaño que entraña la vieja civilización judeocristiana en el mundo occidental, basta filosofar con una mandarria. Lejos de reflexionar con una moral de esclavos, sumida en sus propias razones, soliloquios y genuflexiones, hay que apelar a la voluntad de un superhombre irreverente, entronizado por su imaginación y poder.
En efecto, afirma, la cultura occidental está viciada desde su mismo origen, cuando intentó instaurar la racionalidad a toda costa. Los unos buscaron amparo en el “estatismo del ser” (Parménides), los otros en la idea del “bien en sí” (Platón) y todos los demás en el engendro de la “lógica” (Aristóteles).
A esa conclusión llega el filósofo y gran maestro de la sospecha a través de la distinción de dos principios fundamentales, el apolíneo y el dionisíaco. Los dos dioses griegos, Apolo y Dionisio, son los representantes de tan original visión.
Apolo representa la serenidad, claridad, la medida y el racionalismo, es la imagen clásica de Grecia. Dionisio, sin embargo, es lo impulsivo, lo excesivo, lo desbordante y delirante, la afirmación de la vida, el erotismo y la orgía como culminación de este afán de vivir, es decir sí a la vida a pesar de todos sus dolores. La influencia de Schopenhauer cambia de signo y en lugar de la negación de la voluntad de vivir, Nietzsche pone esa voluntad en el centro de su pensamiento.
Transpuesta esa intuición al mundo intelectual, el proceso de formación de un concepto supone para él que una sensación pasa a una imagen mediante una metáfora intuitiva, y de la imagen se pasa al concepto mediante la fijación de esta metáfora. Por tanto, el lenguaje tiene un valor metafórico. Resulta de un proceso creativo y estético, y su validez es relativa. No permite captar la verdad de una forma absoluta, sino tan sólo dejar atrás el caos que produce en nuestra mente el intento de cernir aquello que es de por sí indefinidamente cambiante.
A partir de esa contraposición radical entre concepto y metáfora Nietzsche concluye que toda la filosofía occidental se limitó a reprimir los planteamientos dionisíacos para ofrecer una visión apolínea del mundo.
Para asumir su discurso y exponer la perspectiva dionisíaca, Nietzsche adversa el principio de la individualización.
Ese principio fue expresado en el platonismo por la idea del uno, posteriormente Aristóteles la pasó a la substancia individual y el cristianismo la condujo por obra y gracia de la transubstanciación a la idea de Dios. Si negamos a Dios, –que ha muerto porque nosotros lo matamos, paradójicamente a pesar de tanta sumisión servil de nuestra parte–, rechazamos los ideales apolíneos y exponemos la infinita multiplicidad dionisíaca, de tal manera que cada quien pueda expresar su propia verdad y adorar sus propios dioses. Surge así, no la unidad del individuo sino una diversidad de ellos sin unidad ni sentido ni conexión ni orden preestablecido capaz de sojuzgar la voluntad y la imaginación.
El nihilismo. El diagnóstico de Nietzsche a propósito de la cultura europea es tajante. Ella se agota en su propia decadencia monoteísta y uniforme. Y eso así por una sencilla razón: la civilización europea sólo se sustenta en el monólogo de una empobrecida razón carente de vigor y depende de una moral teológica asentada en la presión que ejerce en las instituciones por su carácter normativo más que “aspiracional” (Bergson).
Como remedio, Nietzsche propone extirparle su racionalismo y valores falsos y devolverle entonces el vigor perdido por medio de una transmutación de todos los valores. Esa intuición lo conduce al nihilismo.
Ese nihilismo que desvaloriza los más altos valores no consiste en una teoría filosófica o en una proposición teórica, o en el mero reemplazo de algún concepto de unidad por la incontenible fuerza de la vigorosa y multifacética vida, sino un movimiento propio de nuestra cultura que diluye la causalidad y la finalidad como fuentes de explicación y de sentido de cada deseo, de toda acción humana y de la misma historia.
La cuestión final. A todas luces, advenido Nietzsche estamos en las antípodas del ser racional y social de Aristóteles y de todas y cada una de las transmutaciones sufridas por el pensamiento del Estagirita a lo largo y ancho de la historia intelectual de la civilización occidental.
De ahí que quede por dilucidar el porvenir de ese mundo sometido a la transformación de todos sus valores. Sobre todo, porque se trata de una época escindida entre dos realidades igualmente cuestionables: la caracterizada hegelianamente por asuntos ideológicos y políticos como “el fin de la historia” y la enraizada en cuestiones culturales y religiosas debido a “el conflicto de las civilizaciones”.
Así, pues, en medio de tales concepciones, queda por discernir el valor que aún le resta –si alguno– al pensamiento aristotélico.