En un interesante debate entre colegas, se presentó la oportunidad de recrear lo que ya grandes juristas han analizado, tal vez, con poco éxito: ¿qué dice la ley? De la pregunta, correspondió el planteamiento de que, en la actualidad, el juzgador (sentido amplio) no debía ser visto como “un aplicador mecánico” de las leyes, sino que apostaría con “subsumir” el derecho al caso concreto para, asumo, una mejor adaptación de la solución a intervenir. De lo anterior llevo reservas, las cuales se resumen en el título del presente texto y que, rogada la paciencia de quien lee, serán fijadas en 3 ptos. temáticos: a) las reglas de argumentación e interpretación judicial, b) la protección a la norma y c) el principio de legalidad.

A nivel jurisdiccional, a) las reglas de argumentación no serán analizadas desde el discurso (abogado), sino de la sujeción meridiana de este respecto del ordenamiento (proporcionalidad). Por practicidad, no se abordarán los tipos de razonamientos que, en una sentencia, el juez pudiere utilizar con el fin no solo de estructurarla, también de ajustarla a sus convicciones y tecnicidad (sana crítica y sustentación de motivos). De modo tal, que dependerá de dicho funcionario precisar con toda autoridad cuál es el deber o la razón, no por “alegatos”, sino a partir del difícil ejercicio de razonamiento crítico material, con el cual se entrelazan los conocidos “ánimos del juez”.

Se proyecta “difícil”, porque lo fundado en aquella solución judicial va atado al segundo punto, b) que no es otro que la protección a la norma –tarea nomofiláctica–, la cual engloba el “equis” de la argumentación y de ella parte la conocida afirmación: el juez es boca de la ley. Empero, en el actual Estado constitucional, social y democrático del que somos parte, inferir juicios “oscuros” o emitir dictados “porque así es la regla”, no es de fiar; una cosa es lo que la ley prospecta y debe ser ponderado e interpretado por el juez y otra distinta, qué tan “legalista” pudiere ser su fallo que provoque retomar la copa y pregonar “es boca de esta”.

Evidentemente, de los vetustos códigos napoleónicos –de los que todavía nos ufanamos– se infiere a un estado legalista precisamente por “eso”; sin embargo, con la promoción de la labor interpretativa se ha incitado al legislador, una y otra vez, a gestar la norma en tanto que paz social. Al juez de antaño no le quedaba de otra que establecer “lo justo, justo es porque lo dice la ley”, concepción que ha variado no solo en el plano filosófico, también con la humanización del derecho mismo y, es en esa “humanización”, donde el constitucionalismo –nos guste o no– hace galas: la ley se aplica porque es la norma, porque se presume justa y responde a la razonabilidad.

La “tarea” de protección normativa forja las ruedas que posibilitan el trajinar de su buen uso y la creación, porqué no afirmarlo, de fórmulas para la protección de los derechos fundamentales a través del ejercicio jurisprudencial. Dicha concreción, va de la mano con el cambio lexicológico y morfológico de interpretación donde, a cierto tiempo, la nomofilaxis se percibe perdida y llega a confundirse con el arríate de la “subsunción”. Este ejercicio, tan particular de los albores constitucionales, en palabras llanas, incluye el derecho del hecho al Derecho; correlaciona la norma, el caso y su solución e imposibilita al juzgador ser un rígido intérprete legal, que disponga acorde a “su sentir” y lo sujeta al bloque de garantías.

El juez no es creador de la ley, simplemente la interpreta. Ello sugiere, enfatizo, la difícil tarea en la que muchos se “pierden” en maravillas irreales al estatuir y, de allí, el tercer punto: c) el principio de legalidad. Como pilar de la seguridad jurídica, la legalidad imposibilita que la imaginación “ingeniosa” del juez se desvirtúe por pasiones, subsunciones y demás baladas rosas. En un Estado de derecho, ella conmina al juzgador a enaltecer el bien protegido por medio de un ejercicio crítico y saludable de razonamiento, siempre en apego estricto a la norma aplicable acorde al caso concreto, respondiendo a su labor de guardián.

En lo anterior, no hay espacio a las fórmulas de “terror” al estilo Garzón Valdez, sino a lo pautado por Atienza, donde “determinadas interpretaciones no son posibles, porque llegarían a consecuencias … inaceptables” (Las razones del derecho; 2005, pág.213). Por lo que, es de un mejor juez recordar –a lo sumo– que un día fue abogado, así como del litigante sensato predicar que “cada caso es un caso”, que no todo responde a las teorías comparadas de derecho y que la legalidad, como principio, es estandarte de la democracia. Y, así…