“Aquí no hay ley” es una cortísima pero lamentable frase que se escucha regularmente en los diversos rincones de la República Dominicana. Esa misma frase es cuna de mi indignación y, con más frecuencia de lo que quisiera admitir, me hace repensar la decisión de dedicar años de mi vida precisamente a esas leyes que muchos creen – o prefieren creer – que aquí no existen.

Es preocupante la actitud generalizada de muchos dominicanos ante nuestras normas; más preocupantes todavía son las acciones – o en muchos casos la ausencia de estas – por parte del Estado. ¿Se trata de pleno desconocimiento, de un bloqueo mental colectivo o simplemente de que adolecemos de una memoria selectiva? Escoja usted la opción que mejor le parezca. Lo que no deja de ser cierto es que, ante la excesiva regulación de unas tantas áreas y el escaso cumplimiento de ella en muchas otras, de nada sirve insistir en los derechos que nos asisten como ciudadanos si no se educa sobre cómo exigir su cumplimiento y, a la vez,  sobre cómo actuar con respecto a nuestros deberes.

Es pertinente aclarar que aun contra la voluntad de muchos y la convicción de otros tantos, en República Dominicana sí hay ley. Hay muchas, muchísimas leyes, incluso se podría afirmar que más de las necesarias, sin duda más de las aplicadas, y exageradamente más de las conocidas. Hay leyes para lo pensado y lo impensable; leyes claras y leyes incomprensibles; leyes de avanzada y leyes vetustas. Tanto es así que entre tantas leyes tenemos una que dispone en su articulado la presunción de que todos y cada uno de nosotros conocemos todas y cada una de las leyes que nos rigen.

¿Sorprendente? Pues así es. Y es absolutamente necesario que así sea para el mantenimiento de un estado que funcione o al menos pretenda hacerlo, pues como bien lo ha dicho la jurisprudencia colombiana “excluir de la obediencia de la ley a quien la ignora, equivale a establecer un privilegio a su favor violatorio de la igualdad constitucional y generador del caos en el orden jurídico”. Esta es la plataforma decisiva para un Estado posible sobre la base de la igualdad.

Con el sustento de la Carta Magna, nuestro Código Civil dispone que salvo se establezca expresamente lo contrario, las leyes, reglamentos, decretos y resoluciones se reputan conocidos transcurrido un día en el Distrito Nacional y dos días en el resto de las provincias, estos contados a partir de la fecha de su publicación, la cual debe hacerse conforme a las disposiciones legales. Aun a sabiendas de que el contenido de esa disposición no es más que una ficción del Derecho basada parcialmente en la necesidad de tener un punto en el tiempo como referencia, y no de forma alguna una realidad objetiva, resulta incómodo admitir que en términos prácticos y en cualquier momento en el tiempo, aquí el desconocimiento de las normas es la regla y no la excepción. Más aun lo es el tener que reconocer que la obligatoriedad de su cumplimiento es independiente de que la retahíla de verbos bonitos que reiterativamente recitan los textos legales se convierta en realidades tangibles y que se actúe en consecuencia con los mismos.

Es crucial que el Estado dé el ejemplo. La labor estatal, lejos de culminar cuando el Poder Ejecutivo promulga las leyes, apenas comienza cuando pone en nuestro conocimiento que existen nuevas reglas de derecho que nos atañan a todos. Viene inmediatamente el siguiente paso, que comprende el educar, preparar a los servidores públicos, instruir a los diferentes actores del sistema, llevar la palabra escrita al hecho tangible y, más adelante,  el aplicar un régimen de consecuencias que sancione su incumplimiento a todos por igual. Es en esa segunda etapa en la que consistentemente nos quedamos cortos.

La sociedad dominicana está hiperregulada y subcomprometida. Contamos con un sinnúmero de regulaciones en todos los niveles que comprenden virtualmente todo, se trate de una normativa de hace 100 años o 100 días, se aplique o no se aplique. Se trata, además, de una normativa muchas veces tan dispersa que convierte su estudio y, sobre todo, su puesta en ejecución en tareas tortuosas. Constantemente se presentan como novedades disposiciones que tienen años de existencia, usándolas como elementos de distracción o justificación en momentos estratégicos, en la medida que respondan al espectáculo mediático de turno. La regulación excesiva, que muchos engalanan como la forma inobjetable de asegurar el bien común, en teoría pretende garantizar que sepamos al dedillo cómo actuar ante cada circunstancia y que efectivamente actuemos conforme a lo que se dispone para cada una de ellas, así como asegurar que en principio cada quien lo haga sin afectar al prójimo, constantemente prueba no ser mejor que la autorregulación, porque con frecuencia sanciona –cuando sanciona– más el incumplimiento de lo formal sin con ello enmendar el incumplimiento de lo material.

La solución a nuestros problemas como nación trasciende la idea de crear nuevas leyes, que es la primera y única alternativa que se ofrece cuando lo que impera es una voluntad inexistente de que realmente las cosas cambien. Igualmente ocurre con el fomento y la promoción de las leyes en toda su extensión, lo que no se reduce a la colocación de anuncios cíclicos en la televisión, la prensa escrita o la radio. No bastan 140 caracteres o una imagen llamativa con unos cuantos “likes” para explicar a un ciudadano cómo lograr que esos derechos y deberes consagrados en el papel tomen vida y logren impactar su cotidianidad. Al Estado le corresponde tomar un papel protagónico: hay que hablar de lo bonito, de los derechos, pero también hay que hablar de cómo hacerlos posibles, de los recursos a disposición de los ciudadanos ante actuaciones administrativas con las que no estén de acuerdo, de sus responsabilidades y de las consecuencias del incumplimiento de sus compromisos; en síntesis,  hablar del costo-beneficio del ejercicio de los derechos.

La normativa se aleja cada vez más de ser un mecanismo idóneo de asistencia al ciudadano en el entendimiento y observancia de sus derechos y deberes, de ser la herramienta que obliga al Estado a cumplir al tiempo que le permite exigir, y del escudo que brinda certeza al extranjero que ve oportunidades en nuestra tierra. Se ha convertido en nuestro karma y, cuando la irreverencia ante la ley se convierte en el modus vivendi, ¿cómo se vive?

Día a día vemos como las leyes, lejos de configurar normas que buscan regular la vida en sociedad, se convierten en trabas a su marcha natural. Para los que ejercemos el Derecho es especialmente traumático ver cómo las leyes se vuelven poemas de interpretación y aplicación antojadiza, frecuentemente malinterpretados y habitualmente usados como fundamento para escándalos amarillistas. Sobre todo, a mí me preocupa llegar a ver la ley como el origen de abusos que resultan de llevar a la ciudadanía a escenarios que desconoce y que le son incomprensibles o impracticables.

Si la ciudad más limpia no es la que más se barre sino la que menos se ensucia, ¿no será mejor país aquel que facilita a sus ciudadanos el cumplir la ley, en vez de aquel que se limita a sancionar su incumplimiento cuando así le parezca?