El pasado se construye de recuerdos y de palabras que quedaron atascadas, como si estuvieran dentro de un volcán latente tratando de sacar un alfabeto inmenso del que está lleno mi vida para unirlo y formar lo que hoy escribo.
Su nombre completo era René Federico José Ramón; René por su padre; Federico por su abuelo, el poeta de Los Humildes Federico Bermúdez; José porque su abuela Elvira Escoto era devota de San José; y Ramón porque era el santo de las parturientas y segundo nombre de su abuelo.
Aquí hay duelo y hay amor. También hay frustración y miedo. Es mi infancia que construyo de recuerdos que hoy quiero evocar y los que por tantos años he guardado casi secretamente en mi memoria o celosamente en mi vida. Son las memorias que conservo de mi padre.
Recuerdo esa noche de diciembre, eran las tres de la mañana y el malecón estaba oscuro, frio y silencioso. Era la misma avenida, el mismo mar, el mismo edificio blanco, las mismas marcas que dejó el chillido en el cemento, y yo era esa niña que llora, la misma de su cuento “Del otro lado del día”:
“La avenida es amplia y suave, piso un pedal y no lo siento, pero es casi volar, hago sonar la bocina y oigo el lejano rumor del motor, un ruido regular, pálido, ese olor a nafta en la mañana, ese aroma de llama azul, un olor como a metal… El mar por esa ventana es una visión inacabable y es una voz poderosamente dulce , como la voz de muchas madres juntas… Y la avenida quiere zigzaguear, que se me sale de los ojos, ese edificio blanco, ese muro, ese espacio entre los árboles, ese espacio grande, ese chillido en el cemento, ese ruido largo que se raja en la mañana, ese reflejo del cielo, la copa del árbol, el golpe de hierro y de vidrios que se riegan, todo esto que se deshace, que tiembla, que se viene abajo, que se rompe, que se acaba…! Quién diablos me estará llamando en esta hora…! ¡Quién es esa niña, esa mujer que llora… Quién, quién, quién…”
Lo que pasó después no importa; todo se convirtió en ausencia.
De él recuerdo sus gestos, sus alegrías y sus miedos. Nosotros debajo de un colchón protegiéndonos de los disparos de abril del 65; nosotros caminando por la calle El Conde hasta llegar a las oficinas de Iberia en una complicidad implícita; nosotros viendo el Río Ozama desde la casa de mi abuela; nosotros montando bicicleta, él en una ruedita, yo evitando caerme.
Recuerdo su silbido especial para anunciarme su llegada. Recuerdo cuanto le dolía mi dolor. Recuerdo sus lágrimas cuando necesariamente tuvo que llorar. Recuerdo los libros, el librero, el tecleo en la maquinilla underwood y el incesante sonido del carrete, la mesa de mármol, los discos, las canciones de Altemar Dutra y de Manzanero.
Recuerdo su risa y es como un eco en mi memoria.
Recuerdo sus “mariposas amarillas, Mauricio Babilonia”, canción de los sábados en la mañana cuando me recogía para ir a ver el mar, donde me contaba de su barrio La Aurora, de sus vecinos, de sus días en la cárcel, de las marcas en la espalda, de las torturas, de sus carencias, de sus amigas, las tres hermanas, y de por qué me llamo Minerva; me contaba de la flor del loto y de su inolvidable nenúfares cerca del puerto.
Me hablaba del tedioso trabajo que tuvo en el ingenio; de los clavos que vendía por tornillos en la ferretería del pueblo; Me hablaba de Trujillo y de por qué nací en Puerto Rico; me hablaba de su Macorís del Mar, de su escuela normal, del parque, del olor a caña, de los paseos en coche. También me hablaba de Ton.
Recuerdo sus historias, las que me contaba una y otra vez para que no se me olvidaran, para que las conservara para siempre, como si de antemano supiera lo que luego ocurriría. Así escribió en uno de sus poemas:
“es que es realmente difícil
comenzar a decirte ciertas cosas.
Por ejemplo, empezar a explicarte
por qué viniste al mundo justamente en otro país,
no en éste de tus padres
y por el que tú seguramente
vas a sentir muchas veces
una infinita tristeza,
una rebelde angustia incontrolada,
un tedio y un terror y una amarga sensación
de soledad que será en cierto modo
una parte de mí que quedará en la tierra.”
Ese 20 de diciembre dejó su último cuento inconcluso, era mi regalo de cumpleaños y su título “Son once años Manuel”. Ese 20 de diciembre supe que no oiría más sus pasos, no habrían más quince peldaños, sólo un inevitable adiós que quedó tallado en mi alma.
Hoy, como regalo por su 79 cumpleaños quiero entregarle este poema:
Miro tu espejo y tu silueta ausente,
tus palabras desteñidas y te siento.
Recorro tu vida, tus lamentos, tu ceño fruncido,
para así atravesar el mapa incierto del recuerdo.
Estas aquí…
aquí estoy, en este espacio que debiste llenar tú
en esta vida que no es tuya pero es mía,
mía con los tuyos y los demás conmigo.
Así, también así puedo estar contigo.
Cierro los ojos y te pienso,
tus pasos,
tu estatura,
tu fiebre y tu temor al dolor,
tu dolor por lo temido y tu fiebre eterna
como eternamente te pienso.
Respiro y te siento.
Oigo tu voz, pienso tus besos,
besos tristes,
esa misma tristeza que adviertes cuando vas dejando lo que sabes que ya esta perdido.
Aquella escalera oscura,
quince peldaños y adiós.
Solo me queda tu olor,
este mismo olor,
el de estos papeles que ahora descubro amarillos del tiempo,
esta sepia cobriza y desgastada pero llena de palabras,
palabras a muchos,
a pocos,
a todos.
Sospechosas palabras.
Te pienso y respiro.
Me encuentro.
Aquí estoy, en este lugar donde estuvieras tú,
donde ocupo tu espacio y te siento.
Quince peldaños y adiós.
Tuve el privilegio de compartir con papi sus bondades y sus locuras, de recibir sus besos, de oír sus palabras, sus cuentos, sufrir con él sus nostalgias, cantar con él sus canciones, vivir con él su catártico Viento Frío; tuve el privilegio de ser su hija.