No.4

A Marcio Veloz Maggiolo

I

Olvidos Pimenteleños

Antes de iniciar mis recuerdos de estudiante de secundaria en Santiago debo mencionar lo que ayer precisamente, en su columna El Correr de los Días, del Listín Diario, en la  última entrega de la saga de Vecindarios y viajes, dijera nuestro narrador premier vivo, Marcio Veloz Maggiolo citando a uno de los escritores nuestros: Francisco Nolasco Cordero. Precisamente, Nolasco hubiera cumplido 85 años el pasado 22 de diciembre. Hace ahora once que el 19 de junio del 2007 pasara a lo que llamamos eufemísticamente “mejor vida”, con palabras altamente elogiosas:

“Otra de mis sorpresas ya adulto cuando fui a Pimentel, tu terruño, fue conocer a Nolasco Cordero, todavía y aún desconocido acertó a escribir una novela sin precedentes entre los dominicanos que todavía no pueden entenderla. La que, habiendo ganado el Premio Siboney, debió marcar el cambio de una nueva narrativa. Ya que su ruralidad es una fuente de vida que no agradece imitaciones.”

Marcio coincide totalmente conmigo cuando en el panegírico que dije ante sus restos  (ver Adiós Nolasco en Revelaciones de Pimentel, Editora Búho, 2008):

“Decir lo que Francisco Nolasco Cordero significa para la literatura en general, no solo para la nuestra, es prematuro en este preciso momento, porque si el escritor nace para literatura el mismo día que muere, es un recién nacido lo que estamos entregando al regazo eterno.”

“Poeta hermético, escritor profundo y poéticamente resplandeciente en imágenes que quedarán. Nunca podremos enterrarlo verdaderamente, porque demasiado de él quedará sobre la tierra tangible en el fondo de sus libros.”

“Mucho escribiremos de ahora en adelante, pero él nos agradecerá más que lo leamos si nos deleitamos con sus ocurrencias a veces grotescas, otras pintorescas, pero siempre originales”.

Dicho esto, también debo volver a pedir perdón por mi memoria. No cité a Maritza Molina Achécar que ha publicado varios trabajos en colaboración con otros especialistas. Ni a José Tiberio Castellanos que en el único ejemplar de la revista Cuaba Riel, hizo una relación novelada de su infancias y sus recuerdos.

Además, no recordé como debía, a un joven narrador (joven para mí), Bolívar Rondón Olivo. Su libro sobre una casa misteriosa de mi pueblo, La botija, es una novela corta que se lee con deleite. Él narra allí lo que se comentaba en el pueblo, fabulando, como es natural, en su historia. Era un caserón que construyó Juan Pablo Duarte el padre del inolvidable doctor Augusto Duarte Mendoza, padre a su vez de Isis Duarte Tavárez. Aunque vivía en Laguna de Coto, sección de San Francisco de Macorís, envió a sus hijos a la escuela de Pimentel no solo por la fama de sus profesores, sino por la relación  comercial para vender su cacao: la Casa Hermanos Ramis y luego Munné & Cía.

II

Un muchacho en las veras del Yaque y del Castillo

Llegué a Santiago en 1946, después de padecer los dos terremotos en Altamira. el de tierra y el sexual que cité en mi artículo anterior, a inscribirme en la Escuela Normal Francisco Ulises Espaillat, al final del verano.

Teníamos unos parientes muy queridos por mi madre, eran Altagracia López Serrano,  su prima hermana, casada con el samanés Onésimo Castro, que había sido policía municipal cuando mi padre era Comisario. Al negarse a entregar su revólver lo capturaron los esbirros trujillistas y lo tenían listo para ahorcarlo en el parque de mi pueblo, y según leyenda, papá lo salvó de una muerte segura. De modo que más en familia y confianza, no podía estar.

El caso es que mis parientes eran pobres. Él era barbero, oficio que ejercía teniendo además un ventorrillo para aumentar sus entradas. Por aquello que conté, Onésimo era enemigo del régimen y cuando no había gentes maldecía en voz alta y se quejaba de la dictadura, sobre todo ese año con el peligroso atisbo de libertad que había dado el régimen ofreciendo cierta facilidad para formar partidos políticos.

Vivíamos en La Joya, primero en la calle Julia Molina (Independencia) y luego en la Presidente Trujillo (Restauración). Estábamos a una esquina del río Yaque y del matadero municipal que colindaba con la playa.

De ahí a Los Pepines donde estaba la Escuela Normal (hoy la llaman Liceo Secundario UFE, ubicado en otro lugar). Subir y bajar más de un kilómetro lo hacíamos con naturalidad entonces. Aun los que tenían vehículos en sus casas iban a pies o en bicicletas.

Atravesar la ciudad cotidianamente era por otro lado, interesante. Nos dábamos cuenta de todo lo que pasaba. Al regreso solíamos entrar el Mercado, o curiosear en El Gallo y demás tiendas y negocios. Fijarnos en los avisos de los cines o curiosear si en el Hotel Mercedes venía alguna artista de renombre para estar cuando se asomaran al balcón. No teníamos dinero para ir a las funciones. Recuerdo la visita de Libertad Lamarche. Me encantaba escuchar sus tangos, entonces no cantaba boleros, creo. Mi madre había visto su película Besos Brujos y desde entonces ella fue su actriz favorita. La bella porteña en la flor de su edad todavía, se asomó al balcón por la calle Máximo Gómez. Aplaudimos hasta rabiar.

Aquel lunar en su bello rostro, motivaría años después que Ramón Rivera Batista que tenía raptos poéticos, dijera en una presentación de La Voz Dominicana en una Semana Aniversaria: Parece que la noche le dio un beso en ese lado de su cara.

En la Joya había diversiones de otro orden. Era zona de tolerancia sexual y había pequeños y grandes cabarets. Las putas y los chulos eran noticia barrial. Pululaban. He citado la forma como los chulos les caían a palos a sus amantes y las arrastraban por los cabellos en la calles. No recuerdo los nombres de esos forzudos vividores, que eran boxeadores o jockeys o dueños de los caballos del hipódromo de Santiago, donde era fama cuando desapareció, que muchos terminaron arrastrando los famosos coches de la ciudad; los muchachos los distinguían por sus nombres y los cocheros asentían o corregían.

Aunque luego, cuando nos mudamos a la otra calle, frente al viejo Pley de Santiago, ya abandonado, pero donde nosotros jugábamos. donde, también lo he contado, iban Guayubín Olivo y Vicente Scarpate, entre otros peloteros, además de los hermanos Martínez, a practicar. Yo tomaba el trochín mientras Scarpate daba carreritas para aparar los globitos del Guayubo cuando empezaba a soltar el brazo. Por eso fue mi ídolo juvenil, diciendo que donde jugara él, fuera el Filta de Colombia o donde fuera, yo simpatizaría por ese equipo. Por eso fui liceísta siendo tan cibaeño como soy.

Los esposos Castro López tenían varios hijos. Onésimo solía darles unas pelas famosas. Él jugaba sus cuarticos de billetes y cuando escuchaba la lotería en la radio si aparecía un ganador, decía: Embuste. Embuste, con una rabia, ya que se pelaba casi siempre.

Allí viví hasta las vacaciones de Navidad.

Ocurre que en Pimentel habían vivido los Monsanto. Los más jóvenes, especialmente los mellizos, Fran y Fabio, habían sido mis tercios en la escuela de mi pueblo. Vivían a una cuadra de la Escuela Normal. Por los fatigosos viajes, mis padres decidieron que fuera a convivir con ellos. Era ahora un hombre de Los Pepines, aunque bajaba a visitar mis parientes y a bañarme en el Yaque, que regularmente era “dormilón” como en la canción de Juan Lockward, a quien escuchábamos todas las tardes en la HI8Z.

En el vecindario vivía Guarocuya Batista del Villar, compañero de estudios. Era el más inteligente del grupo, con un cien en cada materia y experto en matemáticas; él nos daba las clases de matemáticas.

Otros compañeros tenían mejor posición económica, entre ellos Manuel Mario Morillo, Lulú, que fue nuestro amigo muy querido, incluso había algo en la prensa sobre un tal Lalo, que era Lalo tuvo aquí. Él era Lalo y yo Lalito. Llegaría a ser médico reconocido en esta ciudad como ginecólogo; un sábado nos invitó a desayunar en su casa; así pudimos ver cómo y qué comía la gente con dinero. Su madre estaba casada con uno de los Sued en segunda nupcias. Aquí nos encontramos y fue mi médico. Llegué a su consultorio asustado por un dolor en las cavernas peneales. Se rio a mandíbula batiente y me dijo: Eso es deficiencia de vitamina E. Toma una de 1000 I.U. durante un mes. A los pocos días desapareció el dolor. Desde entonces por lo menos tomo una gragea de 400 I. U. diaria.  Otros que se destacarían: Son el dentista Arnoldo Stern, judío alemán, experto en música, a cuya casa en Bella Vista fuimos varias veces invitado por él a escuchar música clásica. Recuerdo también a Papín Feliú, el músico popular más distinguido de nuestro grupo. Se destacarían muchos más, por ejemplo Francisco Monsanto, Fran, fue un distinguido profesor de la Ucamaima. Fabio Monsanto, ejerció aquí su profesión de relojero en la calle El Conde esquina José Reyes, siendo un personaje muy popular, hasta el día de su muerte.

El atleta más popular de los muchos que jugaban al basquet, era José Ramia Yapur, el popular Pulpilo, que tomaba el juego con un fervor inusitado queriendo coger cada bola que cruzara.

Los cibaeños sentíamos a Santiago como la capital real de la región. Una guagua y luego dos, viajaban a diario desde mi pueblo. Todavía no había crecido la ciudad. Incluso Pueblo Nuevo se iniciaba como un rincón de obreros y trabajadores. Ni siquiera se estaba fundando El Ensueño, y Nibaje seguía siendo un sitio lejano. Para nosotros, bajar al Hospedaje, andar por los callejones en libertad, era normal y frecuente. A veces por el gusto casi andábamos la ciudad entera. Visitábamos los amigos; aun teníamos el sentido pueblerino de visitarnos.

En esos años a pesar de la férrea dictadura. los mascarados de La Joya y Los Pepines echaban pleitos a muerte. Como viví en los dos sectores, nunca me metí en eso, ni sentí simpatías por uno o por otro. Sencillamente seguíamos a ver a quién le habían pedradas o quién había ganado ese año. El Carnaval se convertía en un campo de Marte.

Pero el deleite era el cine. Yo creía que si pasaba un día sin ver una película por lo menos, era un día perdido. Los fines de semana eran tanda vermouth, matiné y la de la noche. Yo llevaba en un cuaderno anotadas los títulos y los actores. Ese  vicio llegó hasta que salí de la universidad, aunque continuaría en los sitios donde viví.

Hacíamos una trampita los mellizos Monsanto y yo: Uno de nuestros compañeros era portero en el Teatro Víctor, el único donde era más barato abajo que en luneta. Eran unos diez o quince centavos. A veces no los teníamos, pero no queríamos perdernos alguna serie o una película de amor aunque la hubiéramos visto varias veces. Era todo un “teatro” el que hacíamos para pasar frente al inspector municipal que nos chequeaba, pero casi siempre pasábamos.

Recuerdo una anécdota en casa de los Monsanto: Privando en Tarzán me tiré de una rama a otra en una mata de mamón del patio, me zafé, cayendo sobre una rumba de arena. Fabio siempre recordaba que yo dizque dije: “Me rompí la columna vertebral” y lo repetí varias veces, en vez de decir: “me rompí el espinaso”.

En la entrada de la escuela, en la escalera solían repartir periódicos atacando al gobierno. Papá que era un empleado público, de cuyo sueldo dependía mi vida y mis estudios, me había advertido que no mirara para allá. que no le pusiera la mano a esos papeles, porque había otros mirando para delatarme y hasta ahí llegaría él empleado.

Un día, escuché a José Tiberio Castellanos pronunciando un discurso contra Trujillo por radio. Era en una pulpería frente al pley. Me hice “el chivo loco” y lo escuché. Tiberio era una especie de héroe para nosotros, no solo por eso, sino por la forma como montaba caballos briosos de paso fino y porque un día lo vi en el parque leyendo un libro de Séneca. Él no lo recuerda, pero yo me detuve a ver qué leía ese tipo tan famoso en el pueblo. Ese discurso y su militancia con la Juventud Democrática, decretaría la orden de arresto y su exilio en Cuba.

El año siguiente papá quiso que me mudara a una pensión que tenía la esposa del profesor Samuel Valencia, puertorriqueño, que a finales de los años veinte estaba en Pimentel, según una nota de un periódico vegano, cuando se graduó de bachiller. Estaba casado con una Castellanos a quien llamábamos doña Nena. Allí había otros estudiantes de los pueblos que fueron mis amigos, de los cuales recuerdo a Cástulo Rodríguez de Sabaneta, que luego fue dentista en su pueblo. Al lado vivía una familia que tenía una tienda, una joven sobrina de la señora llamada Germania Espaillat, fue mi primera noviecita de verdad, aunque nunca nos besamos, hablábamos por la empalizada divisoria, le tomaba las manos cuando le entregaba mis cartas. Otro amor platónico, definitivamente. Daysita, una niñita de la casa, me veía hablar con ella, y no sé por qué, dijo algo que siempre comentaban mis amigos: “Mayollito, Mayollito e un cacho peldio” (“Manolito es un caso perdido)”.

Eso de la Germania también se repetiría en mi pueblo con Germania Chevalier. Con estas tuve más suerte que con las Yolandas.

Pero no solo eso, resulta que la casa de los Valencia Castellanos, estaba en la calle Cuba, al lado vivía Piro Valerio, cerca del río Yaque. Una noche me armé de valor para ir donde una profesora sexual llamada La China, cuya misión era estrenar estudiantes. Su especialidad era atender a novatos como yo, en su materia. Cobraba medio peso. Una fortuna. Pero cada noche sus alumnos hacían una fila. Ella, con su veteranía, nos apuraba para atender al siguiente, dándonos una nalgada final. Iba, pero siempre veía la fila larga, y me devolvía. Una noche pude llegar primero. Pasé la prueba. La China resolvió rápido. Así me inicié, habiendo desperdiciado muchas oportunidades en La Joya por miedo a las enfermedades venéreas y siempre lamentándome de no haber tenido valor en Altamira. La noche de mi inicio, vi a un distinguido estudiante compañero de nosotros, que se escondió detrás de un poste de luz. Me hice que no lo vi, pero siempre me guardó cierta ojeriza por haberlo descubierto esperando para ser mesa de no se sabía cuántos platos. Lo cito porque no está entre los vivos, como casi no quedan de mis compañeros, todos por encima de los ochenta. Yo era de los más jóvenes y voy para ocho con cinco.

De mi escuela lo que recuerdo con más cariño fue al profesor Julio César Curiel. Era nuestro maestro de música. Nos llevaba a un aula especial en la segunda planta donde había una victrola y nos ponía discos de música clásica, explicando algunos pasajes de Beethoven y Mozart. Gracias a él y a Arnoldo Stern pude disfrutar temprano en mi vida de la música clásica.

Mencioné El Castillo. No había tal, parece que alguna vez lo hubo. Lo que sí existía era una gran laguna, que ahora creo que era el reservoir del acueducto. Era en esa explanada donde años después erigieron el Monumento a la Paz de Trujillo. Un día compré donde unos chinos en la esquina El Sol con 30 de Marzo dos cigarrillos americanos: Un Kool y un Camel, que me costaron cinco centavos. Con una caja de fósforos subí al Castillo a fumar. No me gustó el asunto ni le encontré gracia. Tres años después, enamorado de una fumadora, me envicié.

De mi estadía en Santiago tengo un recuerdo terrible. Un día que había ido a la Estación a buscar lo que mi padre me enviaba mensualmente para pagar la pensión y mis antojitos, un tipo me siguió. Se veía que era un tíguere maleante. No era para robarme, era con intención de agarrarme sexualmente. Por la experiencia dolorosa de un pariente que había sido abusado, tuve miedo. Por suerte pude despistarlo después de pasar varias esquinas y meterme en un grupo que caminaba. Más nunca volví a pasar por esos lados.

En Santiago íbamos a estudiar o a ciertos actos en Amantes de la Luz y en La Alianza Cibaeña que eran entonces las dos bibliotecas públicas donde teníamos acceso, La Alianza en la calle Beller casi San Luis y Amantes de la Luz en la 30 de marzo frente al parque. Una noche en esta última fue el doctor Heriberto Pieter a darnos una charla sobre enfermedades venéreas.

En la Alianza tenían la fama de que era la preferida de Joaquín Balaguer. En esos años su familia vivía frente al Parquecito de la Iglesia de la Altagracia.

III

La Tragedia de Río Verde

Al tocar este tema, voy a concluir mis recuerdos santiagueros. El más triste sin duda fue la Tragedia de Río Verde. No solo murieron peloteros que conocíamos y seguíamos, sino dos estudiantes de nuestra escuela: creo que eran Antonio Dévora y Yeyo Hernández. Además un médico que había ejercido en Pimentel, el doctor Arnaldo Cabral; un dentista, el doctor Belarminio López. padre de uno de nuestros compañeros. Frente a La Información bajo una llovizna pertinaz permanecimos esperando noticias, con la remota esperanza de que algunos se hubieran salvado. La suerte fue de Enrique Lantigua y de Alcibíades Colón, que tanto placer nos darían jugando con el Licey.

Aquel triste día, que rememoro mientras escribo setenta años después, precisamente una tarde lluviosa como aquella, estas notas. Me quedo sin fuerzas para hablar de otras cosas. En la próxima trataremos de mi experiencia ya adolescente en San Francisco de Macorís.

  

He aquí el listado, no por orden: Aquiles Martínez, Loro Escalante, Bombo Ramos, Chino Álvarez, Pedro Báez (Grillo A), Bebecito del Villar, Toñito Martínez, Alberto -Mimo- Estrella, Manuel (Sancho) Tatis, Papiro Raposo, Víctor Saint Clair (Papito Lucas), Antonio Dévora, Boquita Jiménez, Fernando Valerio, Yeyo Hernández, Pepillo Aybar, Maximiliano Rivera (Puchulán) y Miguel (Tatis) Rodríguez. De ellos Bebecito era tío de Guarocuya Batista del Villar.

De modo que la escuela también se enlutó aquel maldito 11 de enero de 1948. Los demás, que también merecen el recuerdo fueron: Además de los citados: Luis Luque, Luciano Hernández, Manuel Tejada, Virgilio de Peña, Miguel Albaine, Enrique Diloné, Enrique Henríquez, Francisco Collado, Elpidio Victoria, Carlos Manuel Rodríguez, Ramón María Hernando y José del Carmen Ramírez.