No. 3

A Marcio Veloz Maggiolo

I

Otros recuerdos literarios de Pimentel

Dije que mi memoria fallaba. Luego de terminar el número dos, recordé tantas cosas. Por ejemplo que el narrador y ensayista Héctor Amarante, no solo vivió y ejerció durante varios años su profesión de médico, sino que formó parte de Amidverza y del Grupo de Escritores del Cibao. Él invitó a Mateo Morrison a darnos una charla en el Club Pimentel. Con los literatos de Bonao intercambiamos varios encuentros, con los jóvenes, entre los cuales estaba Fausto Rosario; a veces con la presencia de Héctor Polanco Pérez, tanto nosotros visitándolos, como una vez ellos a Pimentel, sobre todo a Héctor Bueno, a Diomedes Núñez Polanco, Pedro Pablo Fernández, etc., y a mi viejo y querido amigo Emilio Muñoz Marte, con quien mantuve una amistad entrañable, al extremo de que cada vez que pasaba por esa ciudad, entraba a su casa y terminábamos tomando tragos y leyendo sus últimas creaciones.

Una vez fue a visitarme Cándido Gerón desde Villa Altagracia, cuyo primer libro, Asombro de los tiempos, le prologué.

En fin, fueron tantos los encuentros y las visitas a aquel rincón bohemio, que tengo una foto donde estamos Eulogio Santaella y Juan José Ayuso tendidos a las veras del río Yuna; la de Bruno Rosario Candelier y Julio César de Peña en Arenoso, invitados por Manuel Porfirio Córdova, junto al Yuna, en la que fue la primera reunión de lo que luego sería el Grupo de Escritores del Cibao.

En cuanto a este Grupo, ya he escrito bastante. Aunque deba señalar que los muchachos de San Francisco de Macorís, Cayo Claudio Espinal, Ricardo Rojas Espejo y Orlando Morel, especialmente, nos visitaban con frecuencia y hacíamos tertulias con el resto de amidverzos.

El Ayuntamiento de Pimentel declaró a Freddy Gatón Arce, Hijo distinguido. Una calle a la entrada del pueblo lleva su nombre, adelantándonos a la del Distrito y a la de San Pedro de Macorís. Además de Baeza Flores, también Manuel del Cabral fue declarado Visitante Distinguido.

Otro día volveremos a recordar más cosas de mi pueblo. Por ahora me toca hablar de mi infancia en esta ciudad, en Padre las Casas y en Altamira.

II

Impresión de la Capital en 1937, 1943 y 1944

Tenía 4 años cuando Mamá vino a un asunto relacionado con su escuela. Me trajo. Nos hospedamos en San Miguel, en la calle 19 de marzo casi esquina Juan Isidro Pérez, en el hogar del Dr. Julio Senior y doña Lolita y sus dos hijas, en especial Gracita, la pianista de cierto renombre, que habían vivido en mi pueblo:había sido uno de mis padrinos, de los que asistieron a mamá cuando vine al mundo; los otros fueron el doctor Felipe Achécar, y las parteras miss Rita Bagowit y Corina Fernández de Pérez, que salvo la última, a quien llamaba Mamá Cora, también me irían a apadrinar, pero no pudieron estar en mi bautismo que a insistencia mía se llevó a cabo, en la Parroquia San Isidro Labrador de mi pueblo. Ese evento me tomó diez y seis años, dos años más de los que el de mis padres pasaron casados desde el 1918 al 1933 para concebirme. Lo hice por estar enamorado de la que luego fue mi esposa. Ella era muy católica. Si no, sería moro, todavía esperando que se reunieran esos y los demás padrinos, que si lo fueron: Rafael de Js. Cruz, Rosa Palomino de Cruz, José Israel Cepeda, Luisa Paredes de Palomino y Luis Palomino Rustán

La imagen de esa calle con aquella cuesta, en la casa que se conserva todavía y a la cual me han entrado deseos de tocar un día para entrar, frente allí descubrí los Helados Imperiales como la delicia de delicias para mí como campesino pueblerino al fin.

A ese mismo San Miguel, en la calle José Reyes, frente al parquecito, vivió esa por la cual me hicieron cristiano y con quien procreé cuatro hijas.

Tengo el recuerdo de un barrio extraño, estaba por donde ahora está la cabeza de la calle Félix María Ruiz en Villa Francisca, donde vivía mi hermana Sofía casada con mi primo materno Ramón de Castro. Ella me buscó donde el padrino en lo que mi madre estaba en su reunión y me trajo en la tardecita. Luego en la noche la llevé, asombrándose de mi precoz sentido de orientación. Cerca de ella vivía Eduardo Brito, que estaba vivo, casado con Rosa Elena Bobadilla, cuya única hija casó con el señor José de la Esperanza Disla, viudo ya, que andando el tiempo fue a vivir a Pimentel, como Jefe de Puesto policial, casando con mi tía Ana Antonia Serrano, llevando sus hijos allá, a Arcadio Disla Brito, el famoso luchador de los tiempos de Jack Veneno: Vampiro Cao, sus hermanas Tinita y Daniela.

Recuerdo una visita al Manicomio en las ruinas de San Francisco donde mi madre me llevó quedando en mí duras imágenes de la locura humana verdadera.

Seis años después, volví, me hospedé donde mi hermana, que esta vez vivía en la Erciná Chevalier (Juana Saltitopa), cerca del parque Julia (El Enriquillo). Que entonces no eran calles, sino sinuosos callejones entre las rocas vivas.

De más está decir que la pobreza estaba muy a lo vivo, pero a mí no me asombraba, el país entero la estaba pasando mal.

Hay una anécdota que me sucedió en aquellos patios abiertos. Un tipo que era media lengua, contaba que estaba trabajando en la Estancia Ramfis, y que este, que era todavía un adolescente fue a verlos, pero él se lamentaba de que los vio, aunque estaba comiendo algo, no les dio nada ni se preocupó si habían desayunado. Eso me molestó muchísimo a mí, pensando que si lo tenía todo por qué no les dio algo a esos peones… que tuvieron que hervir plátanos con agua de mar y comerlos a capella. Desde entonces la admiración que sentía por ser el hijo del dios viviente, futuro heredero del trono, se volvió dudosa, el muchachito no era tan bueno como aparecía en la prensa con sus chambrones de coronel.

Por el parque, ya que a la casa no se podía llegar, me vino a buscar el chofer apodado Fello, del único vehículo que viajaba a Túbano o sea a Padre las Casas, donde mi padre era el Juez Alcalde desde hacía unos meses, yo fui a las dos vacaciones largas del verano. El camión iba a llevar cosas y a buscar maderas en los dos aserraderos que existían entonces.

II

Padre las casas en 1943 y 1944

Viajar por esas polvorientas carreteras desde la entonces Ciudad Trujillo, en ese camión, a ratos en la cabina y otras con los peones recibiendo la brisa fresca en la cama, sobre sacos no era cómodo. No se hacía el trayecto en un día. Había que dormir en Bani o en Azua. Digo así, porque la primera vez lo hicimos en una ciudad y la segunda  en la otra.

Polvo, soledad y pobreza, salvo algunas casas en San Cristóbal, en Baní y Azua. Luego entrar hacia el destino, en el cruce de Las Yayas era horrible, no había carretera alguna, er por los viejos caminos reales entre bayahondas y cambronales. Era la época de la Segunda Guerra Mundial. Las gomas estaban remendadas con grandes tornillos, aunque la gasolina apenas costaba 35 centavos el galón.

A los niños todo nos parece mágico. Aquellos viajes fueron para mí maravillosos. No importa que llegara lleno de polvo, estornudando. Iba a estar con mi padre y mi hermana Aída Celia, a quien llamaba Mamaya: iba a conocer nuevos amigos, a lo mejor a enamorarme.

Padre las Casas era un rincón sin calles asfaltadas, ni siquiera con aceras y contenes, limpias y anchas sabanas parecían. Los dos o tres pudientes, Gerineldo Félix, amigo de Trujillo, los Aristy, los Paniagua, los Marranzini tenían calzadas. Naturalmente, mi padre que era nativo de Bánica, estrechó relaciones con estos clanes, especialmente los Félix y los Paniaguas que paecían rivales.

Algunos de los hijos de don Gerineldo, tanto con doña Sesé, su esposa, como con sus varias queridas, fueron mis amigos. El tercio mío fue Guido. Con él hicimos travesuras, no yo, que era tranquilo, pero él se atrevía. Íbamos a los aserraderos, nos bañábamos en los canales, salía con él de cacerías, aunque yo no tenía tirapiedras. Un día él mató un pollito por el gusto, para mostrarme su puntería. El dueño se lo dijo al padre. Al saber que andábamos juntos nos puso de castigo a trasladar cebollas de un almacén a otro, y luego toda la tarde, con la orden expresa de papá de que me diera una pela a mí también; cuando le entró a fuetazos a Guido con una soga doblada en cuatro, que ni siquiera se quejó a pesar de lo duro que le daba. Luego me miró y vio que temblaba del miedo. Era mi turno. Sea por saber que el culpable era su hijo o por respeto a papá, el caso es que me dijo que me perdonaba por ser la primera vez, pero si volvíamos a hacer otra bellaquería me daría una como la que le dio a Guido.

En aquel pueblo desolado los miércoles y sábados había Marcé. El mercadito era un solar donde venían haitianos y criollos agricultores, cerca de casa (como quedaba todo, hasta El Pulguero, el barrio de los más pobres), donde nada se pesaba a la usanza haitiana, sino en rumbita o trozos. Recuerdo la respadura envuelta en yaguas que vendían por pedazos, ya que no usaban azúcar en mi casa como la sal de minas, unos pegotes que había que romper a martillazos. Se adquirían las cosas necesarias para esos cocinados famosos de mi hermana, ya que no había entonces muchos negocios al detalle en el pueblo.

Hay una anécdota que retrata mi vida y la época. La segunda vez que salimos a caballo hasta Las Yayas a esperar un Tubo (como le decía allá a los pisicorres), que venía de San Juan, iría en compañía de una señora que solía dormir en el suelo de casa, dizque de penitencia; era una hermosa sanjuanera llamada Adela, pero sospecho que lo hacía más que por promesa para despistar su relación con mi padre que era tremendo garañón (dejó 13 hijos en diversas mujeres). Pues bien, yo iría con ella, dormiría en Azua donde lo hicimos en una cama, luego seguiría viaje. Pero me entretuve en Las Yayas y se me quedó el equipaje. Solo tenía lo que llevaba encima. Habría que esperar más de una semana para que Fello fuera y regresara. Mi querida hermana Sofía me trancaba desnudo arropado con una sábana, en lo que lavaba mi ropa llena de tierra roja capitaleña, en lo que se secaba y la planchaba. ¡Después se atreven a acusarme de que no supe nunca lo que era verdaderamente ser pobre en mi vida!

En Túbano el torrentoso río Cuevas o las regolas, como le decían a los canales de riego, eran las diversiones, si no andábamos por los montes cercanos comiendo frutas. Entonces, ocurrió la magia del amor infantil. Una de las Marranzini, más o menos de mi edad, bella como una virgencita, me llamó la atención. Su nombre era Yolanda. Ella tenía una perrita, Princesa, como la llamaba a ella en mi primera carta de amor que escribí en mi vida, la cual inserté en el collar de la perrita. No sé quién la leería, ella no sabía de letras entonces.

Muchos, muchos años después, estaba en el Supermercado de la 27 de Febrero con Abraham Lincoln, donde me encontré con un amigo de San Francisco de Macorís, que andaba con el escritor azuano Tomás Alberto Oviedo Canó, que me fue presentado:quien me regaló su Antología de poetas azuanos, y luego fue uno de mis amigos más consecuentes. Hablando de cosas de mi vida en el Sur, dije que había estado en Azua y en Padre las Casas, que allí me había apasionado por una niña llamada Yolanda Marranzini. Vi que ellos intercambiaron sonrisas y luego llamaron a sus esposas. La de mi amigo Oviedo era aquella niña que tenía una perrita llamada Princesa, como ella era para mí. Estaba frente a frente a un ser completamente distinto, y además, la esposa de un nuevo amigo. Sin embargo, todavía la impresión me deja perplejo. Luego fui asiduo visitante en su casa. Ella nunca supo de mi apasionamiento, ni que fue, aunque se lo dije ruborizado ese día, que había sido mi primer y platónico amor.

De aquel Padre las Casas, recordé que en 1944, en el Centenario de la Independencia Nacional, cuando lo ascendieron a Común, yo estuve en los actos oficiales vestido de un traje blanco, con el bastón señorial de mi padre terciado en un brazo. Pasaron casi cincuenta años para que volviera a ese lejano solar a añorar mi infancia, invitado precisamente por uno de los hijos de don Gerineldo.

III

Altamira en mis recuerdos

Entonces, a mi padre lo trasladaron a Altamira como Juez Alcalde. Ya en 1945 yo no era el mismo niño y ahora, en vez de la capital, tenía a Santiago.

Viajé una vez con mi madre, sería en 1938. Ella tenía apendicitis. Quería que un cirujano famoso de Santiago, el doctor Eldom, la operase. Recuerdo que fuimos a la casa de don EugenioWestern en la avenida que ahora es Hermanas Mirabal yque visitamos una fábrica de zapatos del señor Panchín Amaro; ambos viajaban a Pimentel. En el 45 cuando iba para Altamira me hospedé en la casa de una profesora que vivía en la pensión de mi hermana Celia en aquella ciudad, con un hermano suyo fui al cine Apolo y fue la primera vez que vi una película de verdad y no las que ofrecían Cortal y luego Mejoral. Desde entonces y por casi media vida fui un fanático del cine.

Para viajar a Altamira podíamos hacerlo directamente en tren. Tomábamos uno hasta Las Cabuyas, ahí otro hasta Moca, pasando por La Jagua de San Rafael (Villa Tapia) y Salcedo. Había que dormir en esa ciudad en una casa familiar para tomar el otro temprano hasta Santiago, que pasaba por Tamboril. Ahí en la Estación frente al Cementerio de la ciudad a esperar, bien al tren o alBuda, como llamaban al tranvía. Una vez en La Piedra, había que bajar regularmente en burro hasta el poblado de Altamira en una meseta rodeada por los riachuelos Yesca y Altamirita, de frescas y  dulces aguas de montañas.

Nuestra primer hogar fue una casita frente a dos personalidades. Al lado, callecita por medio, estaba la casa y clínica del doctor Manuel Joaquín Mendoza Castillo, a quien dediqué mi novela Goeíza, el increíble Vicking, y al frente, al lado del comerciante Pirrinche Álvarez, el padre de Divina, Papito y Frank, vivía entonces Armando Cordero, viejo amigo de mi padre por haber vivido en Pimentel. Era entonces tesorero del ayuntamiento.

Por asuntos de pasiones por la guerra: Vicking, simpatizante de los rusos, al extremo que a su primer hijo le puso Batutin, en honor del general, a Joaquín Manuel Mendoza Estrada (hoy médico muy reconocido, creo que el primer cardiólogo pediatra del país), y Armando, de los aliados, se fueron de las manos bajo tragos. Mi padre les mandó a decir cuando los sometieron por escándalo en un sitio público, que no fueran. Los condenó en defecto, y pagó la multa, diciendo: “No le voy a dar el gusto al pueblo de Altamira de ver a Vicking y a Armando sentados en el banquillo de los acusados.”

Al lado también de Pirrinche vivían los Vargas. De los cuales el más connotado miembro ha sido un músico: Wilfrido. También allí había otra Yolanda. Esta no era princesa, se llamaba realmente Reina Yolanda Vargas. Sea por llamarse Yolanda, sea porque era bella, fue mi segundo amor platónico. No creo que supiera mi pasión juvenil. Desgraciadamente las Yolandas no estaban hechas para mí.

Más tarde mi hermana Celia concibió y trajo al mundo a mis sobrinos Tomás Andrés y Pablo Antonio Vargas Mora, que procreó con Pablo Antonio Vargas, alías Manchita, tío o pariente cercano de la  Reina Yolanda de mis sueños juveniles. A quien escribí mis primeros poemas juveniles.

Aunque tenía doce años, Altamira fue en mi vida el segundo pueblo de mis amores reales. Me sentía en las vacaciones que pasé allí, no solo hasta que mi padre volvió a Pimentel, sino cuando fui profesional, en la pensión de mi hermana, como en mi casa. Hasta me han confundido como Altamireño.

La mayoría de los amigos que tuve los he conservado toda mi vida. Algunos se han marchado, pero cuando voy busco a los vivos después de ir en peregrinación a la tumba de Vicking.

El doctor Mendoza era la persona que he conocido a quien más le fascinaba la poesía. La vivía, la gozaba, la masticaba casi con su voz de locutor o de fumador de cigarrillos cremas y bebedor de Brugal. Andando los años cuando escribía un poema, me decía que no era tal hasta que lo escuchara en la voz de Vicking.

Un día en Altamira Freddy y yo, junto a Juan Alberto Peña Lebrón, Cayo Claudio Espinal, Elpidio Guillén Peña, nos tomamos una foto, y más tarde en Puerto Plata junto con Cayo Claudio volvimos con Freddy Gatón Arce. Como los dos eran nativos de Macorís del mar hubo una gran afinidad entre ellos, sobre todo por el amor a la poesía.

Entre los contertulios de Vicking estaba el profesor Sosa. Adicto a la poesía romántica. Era un negro monumental. Se decía que era bien rendido de sus partes. Al extremo de que cuando murió, en la morgue del hospital de Santiago, una enfermera muy gandida que lo vio desnudo solo dijo al contemplar su natura: “¡Porqué Dios tenía llevarse   hombres así!”.

Ese mismo tuvo una aventura con una mujercita a quien prácticamente desfondó. Y Cuando se la llevó sangrando al doctor, solo le dijo: “Sálvala Vicking, que por ahí no se mata a nadie”.

Otra anécdota altamireña fue la de don Nicodemo Arias (padre de mi amigo el luego odontólogo Samuel Arias, una de las personas más ocurrentes que conocí, trágicamente fallecido, autor de los cuentos que he narrado). Era el encargado de la Estación del Ferrocarril, una persona tan seria que hasta a sus hijos y a su mujer trataba de usted. Por eso cuando llegó el bolero “Usted”, dijeron: “Ya por fin don Cúdem tiene una canción” y lo dijeron, por su oposición cuando a su hija Dulce le llevaron una serenata con la canción irrespetuosa que hablaba de Tú solo tú. ¡Y repetido!. El Colmo.

Como vivía frente al parquecito, en el centro del pueblito, las bellas muchachas paseaban o iban a la iglesia cercana. Recuerdo algo extraordinario: Un día hubo una fiesta en el Ayuntamiento. Mi padre me dijo que podía tomarme unas cervecitas, que un hombre debía beber tragos. Ojalá nunca me diera es orden. Ese día,nació en mí el bohemio que he sido, mientras laboraba en el sitio donde se servían las bebidas, a pesar de que me di mi primer jumo, de esos de vomitar y de botar hasta el alma.

. En Altamira había un muchacho muy inteligente, que aunque era menor que yo en quizás un año, me daba clases de matemáticas, mi talón de Aquiles cultural y era además, campeón en los juegos de bolleyball. Andando los años se destacaría no solo para bien por su inteligencia, sino para mal, por sus relaciones políticas: Fue mi inolvidable amigo Tres Cacos, como le decíamos por una especie de totumitas que tenía en la cabezota, a Alicinio Peña Rivera. Quien andando los años me hizo adicto en el Partido Dominicano, que estaba encima del tribunal, a la lectura de los Cuadernos Dominicanos de Cultura.

Es curioso, aunque había bibliotecas en esos locales, nunca vi ni en Pimentel ni en Altamira a nadie más leyendo los volúmenes.

Vivir en un pueblito con dos calles principales y dos o tres pequeñas, asombra las personalidades locales, como don Chano Vargas, a quien llamaban el Guachusé de Altamira por el cuento aquel del criollo que fue a Estados Unidos y yendo con un americano cuando veía algo grande preguntaba de quién eran y el otro que no podía traducir, le decía algo que él entendía como ¿gua chu sé?. Cuando pasó un entierro, respondió lo mismo y entonces el nuestro dijo:¡Diablos! ¡Se murió Guachusé, un hombre que tenía tanto dinero!

Donaciano Vargas le dijo a mi padre: “Hombres como usted cuando llegan a Altamira yo no los dejó irse.” Y le hizo la casona donde vivimos y mi hermana tuvo la pensión, que le alquiló por la irrisoria suma de diez pesos. Allí, años más tarde murió Luis Vargas Rojas, médico, hijo de don Chano.

En Altamira, entre esas lomas que añoro: amé, fui amado, disfruté la amistad sana y pura, saboreé los más ricos aguacates del mundo, los más sabrosos mangos y cachirulas, como allá llamaban a los guineos. Y me llevé el susto sexual más grande de mi vida: Un día, una de las profesoras, cuyo nombre era Beatriz, una mulatona hermosísima, me dijo que le cerrara la puerta de la letrina con la tranquita de fuera, aunque tenía aldaba. Cuando terminó, me llamó. Era esa hora en que no había nadie alrededor, yo tenía 13 años, en pleno desarrollo, sin experiencias sexuales, y me esperó con la falda levantada mostrando su enorme e inenarrable instrumento peludo del amor, y mi reacción, en vez de entrar, fue salir huyendo hasta el río a refrescarme del susto sexual más grande que he pasado en mi vida. De vez en cuando me asalta todavía su recuerdo y me lamento de mi cobardía.

Tuve la amistad de los señores, como don Vitelio Rancier, que para mi asombro juvenil, por dos ocasiones deslizó en mi bolsillo un billete de diez dólares, toda una fortuna en la época. Hasta entonces solo mi madrina Miss Rita Bagowit hubo duplicado la hazaña.

En Altamira fui libre, subía y bajaba esas lomas y un día llegué hasta Diego de Ocampo en medio de neblinas, donde me mostraron la primera mata parida de manzanas que vi en el país.

De Altamira recuerdo la anécdota de Mañembre Cabrera, que siendo ampaya de jon, en un juego contra Puerto Plata, en el noveno inning del último juego de pelota del domingo, con las bases llenas y dos outs, perdiendo el equipo visitante por dos carreras, vino alguien al bate y dio un palo por todo el center fielder y aunque era claramente un jonrón que le daba ventaja a ellos, Mañembre decretó: ”Fao.” Cuando le reclamaron, dijo: “Decisión de Ampaya no se discute, fao es, y fao se queda.” Ya no debo decir lo que pasó ni cuántos sufrieron golpes y moratones ese atardecer.

La última vez que fui solo me quedaban los Felipe, Chito, Luis y Magda,  y de los Frías, Víctor el campanero. Casi todos los demás habían muerto o no estaban allá o no los reconocí. Hasta la tumba de Vicking ya no estaba. Sus herederos trajeron sus restos aquí.

Más tarde hablaremos de mis días de estudiante en Santiago y en San Francisco de Macorís.