El período de oscurantismo y represión que caracterizó la Era de Trujillo no terminó la noche de su asesinato, el 30 de mayo de 1961, ni el 19 de noviembre siguiente cuando el último de sus familiares y allegados fue expulsado del país. Concluyó en realidad formalmente la mañana del 1 de enero de 1962, cuando el entonces presidente Joaquín Balaguer juramentó al Consejo de Estado de siete miembros encabezado por él, en el Palacio Nacional.
Las sanciones impuestas por la OEA fueron levantadas tres días después y el país pudo restablecer vínculos diplomáticos y comerciales con el resto del hemisferio. Pero la paz duró muy poco. El martes 16 de enero, después de varios días de protestas contra Balaguer y el general Rodríguez Echavarría, secretario de las Fuerzas Armadas, una multitud se congregó en el Parque Independencia ante un local de Unión Cívica Nacional para exigir la renuncia de ambos. Las fuerzas blindadas enviadas para mantener el orden abrieron esa tarde fuego contra la muchedumbre dejando un saldo de cinco muertos y una veintena de heridos. Las protestas se extendieron por toda la ciudad con un balance adicional de víctimas y daños materiales.
En la noche, Rodríguez Echavarría hizo preso a cuatro miembros del Consejo e instaló una junta cívico militar encabezada por Huberto Bogaert, a quien Balaguer juramentó y entregó la presidencia. La vida de esta junta fue efímera. Dos días después, un grupo de oficiales arrestó al general Rodríguez Echavarría y reinstaló al Consejo de Estado bajo la presidencia de Rafael Bonelly. Balaguer cubrió la corta distancia entre su residencia y la Nunciatura Apostólica, separadas por una verja, y pidió asilo político. El 7 de marzo, el Consejo concedió a Balaguer y a Rodríguez Echavarría salvoconductos para salir al exilio. Pero la herencia de autoritarismo de esos aciagos días sigue latente en la vida nacional, en la esfera pública como en la privada.