Hace sólo cuatro décadas, Santo Domingo más que una gran ciudad, más que la metrópoli de toda una nación, era algo así como un conglomerado de barrios, grandes, medianos y pequeños, que se caracterizaban  por tener una recia personalidad, y sobre todo, un fuerte espíritu de convivencia. Ahí estaban Ciudad Nueva, San Carlos, San Antón, San Lázaro, San Miguel, Villa Duarte, Villas Agrícolas, y unas cuantas arterias comerciales, siempre muy concurridas, como El Conde, La Mella, la Duarte, la Benito, la San Martín… sin olvidar otros muy importantes como Los Mina, el Ensanche Ozama, Alma Rosa, Mejoramiento Social…así hasta llegar al escaso millón de habitantes que  la ciudad tenía por aquel entonces.

La capital, pues, era un asunto vivencias y relaciones entre Villas, Santos y Ensanches, con  todas las virtudes y defectos que los poblados pequeños puedan poseer, y entre los que cabrían destacar la solidaridad entre sus moradores, el conocimiento interpersonal de los mismos y el infaltable chismorreo de sus patios. En los barrios, todos sabían quién era quién. Podían ser panas full, panitas, amigos, menos amigos o incluso enemigos irreconciliables, pero cada cual conocía de arriba abajo la historia del otro, la de sus familiares cercanos o lejanos, de dónde procedía, y de qué, o de qué no vivía, y hasta presumían de tener su loco particular como era el caso del Maco Pempén, o Lindín Boca de Jobo y su inseparable compañera que se paseaba por Intramuros vestida de novia a todas horas, y tantos otros personajes desquiciados por alguna jugada artera de la naturaleza.

Si usted habla con un profesional de  60 ó 70 años, ya sea médico, ingeniero, arquitecto, contador, administrador… es muy probable que provenga de uno de esos sectores y que puedan contarle a su vez de mil colegas más con el mismo origen. Fue una juventud inquieta, tiguere a su manera, que bebía, bailaba, amanecía y alborotaba por la parte alta de la ciudad, o maroteaba por los predios de Matahambre o dónde apareciera un árbol cargado de mangos o guayabas. Pero también una buena parte de ellos (y ellas) fue muy emprendedora y no se quedó en las fronteras de sus cuatro calles, y se hizo, contra muchos vientos políticos y aún más mareas económicas, una clase intelectual que ha dejado un impronta  en el desarrollo material y espiritual de la sociedad dominicana.

En los barrios, estaba la infaltable Doña Tatica que vendía en su casa los helados de guayaba o de cereza; Tito, que salía a pregonar de los palitos de coco, ricos o latigosos y las olvidadas alegrías de ajonjolí; el puesto donde asaban batatas con sus humos tan apetitosos; la compraventa para desempeñarse a base de sucesivos empeños; el infaltable colmado de la esquina donde coger fiado a cualquier hora; de la mata de guanábana y las sabrosísimas champolas, y tantas estampas que los retrataban esa vida cercana y sencilla mejor que la más avanzada cámara digital de nuestros días. También estaban las  ¨ cronistas  locales ¨  chismosas infatigables, especialistas en contar  los ¨ resbalones ¨ que fulanita o fulanito daban en sus vidas y los trataban de etiquetar para siempre.

Y, cómo no, la solidaridad expresada de mil y una maneras, en especial con el plato de comida pasado por encima de la pared al vecino, que pasaba su crujía y tenía tantos hijos por alimentar. Ahora, muchos de esos barrios están siendo derribados a toda velocidad para dejar paso a las nuevas urbanizaciones, otros siguen su vida como pueden, pero en algo o en mucho deben haber cambiado, pues las circunstancias y el tejido social de de sus habitantes ya no son los mismos. No siempre los tiempos pasados han sido mejores, pero aquellos, con todo lo bueno y todo lo malo, fueron tan entrañables como inolvidables.