“Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia”. Pablo Neruda

Fue mi primera vez. Tenía diez años recién cumplidos y me enamoré. No estaba preparada para hacerlo si he de ser sincera, pero ocurrió y una no puede negarse así como así a tal circunstancia. De manera inexplicablemente sencilla y sin el menor preaviso ni alerta que hiciera sospechar que yo pudiera ser una chica fácil en aquellas lides, me tomó al asalto mi primer amor. Fue más bien ese tipo de amor inesperado y fulminante que a una le brota en el momento más inoportuno. Habíamos salido de casa aquella tarde, seguramente después de la siesta aunque no soy capaz de recordarlo, para celebrar que el barrio tenía un hermoso y recién remodelado parque. Ubicado apenas a cinco minutos de nuestra calle era un sitio de recreo seguro y modernísimo, no solo para la época en la que vivíamos sino para una ciudad tan sencilla y discreta como ésta, que siempre hizo alarde de moderación y buen gusto a la hora de evitar toda estridencia. Y allí estaba ahora nuestro nuevo espacio de recreo, plagado por doquier de bancos de madera primorosamente pintados de color verde, situados algunos bajo árboles frondosos y otros junto a ejemplares más jóvenes que aún habrían de esperar unos cuantos años para sombrear los veranos cálidos de esta ciudad.

Rodeado de jardines y macizos de flores recién plantados, el recinto era amplio y ocupaba toda una manzana. El lado sur, precisamente donde todo habría de suceder, descansaba custodiado por uno de los muros de la iglesia parroquial de la zona. Mi hermana y yo, mientras caminábamos felices y dispuestas a disfrutar de aquel lugar por primera vez, éramos incapaces de pensar en otra cosa aquella tarde que no fuera divertirnos.

Todos, adultos y niños, habíamos seguido con enorme interés el progreso de las obras, esperando impacientes el momento de cruzar su umbral  y éste al fin, después de largos meses de demora, había llegado. Yo soñaba hacía ya varios días con columpios, toboganes y otros muchos juegos que nunca antes había visto. Se me antojaba que todo aquello debía ser como volar y de soñar y elevarse hasta las nubes yo sabía un rato largo. Una vez en el interior y ya reconocido el terreno, nos colocamos en la fila detrás de un montón de niños a los que veíamos por primera vez. Eran otros tiempos y todos, pacientes y educados, esperábamos nuestro turno sin la menor protesta ni conato alguno de rabieta. No había en el ambiente desconfianza ni sorpresa ante el mutuo descubrimiento. Nos apremiaban eso sí -aún por encima de cualquier otro sentimiento-  las ganas de balancearnos en aquellas tentadoras barcas con un asiento a cada lado que se elevaban al cielo y desde luego no estábamos dispuestos a pensar en cosa alguna que nos distrajera de aquel objetivo. Sin embargo yo debí ensimismarme, pese al deseo acumulado durante tantos días y contra todo pronóstico posible. En cuanto le vi  y cruzamos unas pocas palabras me prometí a mí misma que me casaría con él. No sabía yo muy bien de qué iba eso de casarse ni precisar, por supuesto, en qué consistiría aquello del matrimonio, pero pensarlo en aquel momento me pareció lo más lógico del mundo y tuve muy claro que Luis, aquel niño tímido que acababa de conocer, era la única persona en el mundo con la que yo, en alguna etapa de mi vida, podría llegar a hacerlo.

Mi hermanita, que por aquel entonces tenía siete años estrenados tan  solo unos pocos días antes, sufrió también el impacto de las flechas de Cupido, que sin duda andaba revoltoso y bastante hiperactivo aquella tarde de julio y decidió, igualmente dispuesta, que ella se casaría con su hermano y he aquí que volvimos las dos a casa con un futuro ya resuelto, además de un buen rato de columpios y vaivenes acumulados en el cuerpo. La posibilidad de una doble unión con ambos se nos antojó de lo más apropiada. Apenas había nada más que pudiéramos anhelar en una jornada veraniega que auguraba no solo un destino dichoso sino una eterna y fraternal concordia entre los cuatro. Nuestra mamá, ignorante de todo aquello, caminaba ingenuamente satisfecha aquel anochecer de regreso al hogar, sin saber que lo hacía al lado de unas hijas distintas y completamente desconocidas para ella. Por fortuna supimos guardar silencio sin haber pactado juramento alguno. Le ahorramos de seguro más de un sobresalto. Que a una madre se le enamoré un día cualquiera su hija de diez años puede parecer puro albur, un capricho de los dioses; que caigan rendidas en brazos del amor sus dos criaturas indica un descuido por su parte poco justificable a ojos ajenos. La auténtica verdad y no es sólo por defender a mi mamá sea dicho de paso, es que ella siempre se tomó  muy en serio el papel de proteger a sus niñas. Por eso, siempre infatigable, siguió acompañándonos cada tarde de aquel verano y de algunos más.

Pronto el parque se convirtió en el eje social del barrio. Presidido en su centro por una hermosa edificación de dos plantas  sin ninguna utilidad en aquel momento salvo la de hacer bonito, acogía amoroso y solicito jornada tras jornada a niños felices de todas las edades y a madres satisfechas de saberlos contentos. En torno a aquel coqueto chalet que le imprimía carácter y que servía de base para cuchichearnos al oído confidencias o para incorporarlo sin más a nuestros juegos, se situaba una magnífica pista de patinaje. Era ésta un gran círculo de cemento, bordeado por un pasamanos de metal, al que recurrir cuando una se iniciaba en la disciplina y la torpeza acompañaba sus movimientos. Nosotras nunca aprendimos a patinar. Teníamos un par de patines y jamás se nos ocurrió que ponernos uno cada una, en vez de usar los dos por turnos, no estimulaba precisamente un correcto aprendizaje. Nos habían enseñado a compartirlo todo e interiorizamos el concepto, mucho me temo, de una forma absurdamente radical. Y a pesar de ello nos recuerdo tan contentas, cada una con su patín en un pie. Los chavales de entonces sabíamos demorar la recompensa y no nos poníamos nerviosos por tan poca cosa. Si había un chicle para repartir se hacía siempre en armoniosa complacencia.

Pronto todos los niños de aquella zona de la ciudad nos hicimos a una piña y piñón de piñonero y formamos una enorme pandilla que disfrutaba cada día como si fuera el último. Llegábamos cada tarde impecables y tras varias horas de actividad sin descanso, de columpios y contorsiones imposibles, de infatigables juegos: el escondite, la mancha venenosa, pies en alto, polis y cacos… tras horas de saltar a velocidad de vértigo todos juntos a la soga, nuestras ropas lucían ajadas y nuestros cuerpos, ya rendido su vigor, comenzaban a acusar el cansancio. El olor general a pollito mojado ya ni se sentía a fuer de cotidiano. Mientras tanto las madres habían tejido, con sus diligentes manos y sin detener ni un segundo sus lenguas, casi ya medio jersey y a  lo largo de las horas se habían puesto al día de cualquier novedad acontecida. Era difícil una vez producido el primer momento de ocupación vespertina encontrar un sitio libre dónde sentarse y es que a nuestro parque no se iba únicamente un ratito a jugar. Las mujeres de esta parte de la ciudad habían encontrado por fin su espacio de libertad y sabían bien en qué ocuparlo. El parque era no solo su refugio, sino la impagable certeza de poseer varias horas por delante al servicio de su propio solaz en un universo en el que sentían y sentían a sus hijos protegidos de todo mal.  Aquel era un mundo femenino que solo albergaba algún que otro varón, casi siempre de la tercera edad y dónde los niños solo teníamos una cosa prohibida: franquear sus puertas y salir al exterior. Incluso los helados y los polos de vainilla y chocolate se compraban en un puesto que se abría al interior regentado por una señora de impecable delantal blanco. Ella, siempre amable, atendía nuestras peticiones a través de la valla que nos protegía del peligro. Todas las madres, pese a ello, marcaban momentos de contacto para saber que todo iba bien. La merienda que pasaba de sus manos a las tuyas en un rápido intercambio sin palabras, como si de un avituallamiento deportivo se tratara, marcaba uno de los controles más importantes. El resto del tiempo bastaba con pasar ante sus ojos en atropellada carrera para que ella pudiera comprobar que todo seguía en su sitio y que no había, a simple vista al menos, protuberancia ninguna que distorsionara la imagen inicial.

El verano de mis diez años fue realmente especial y el inicio de una larga relación con el parque que, supongo, cada uno de nosotros sentíamos como propio y desde muy adentro. Se puede decir que los recuerdos anteriores a todo aquello se diluyen en mi memoria en imágenes imposibles de datar; sin embargo aquel lugar siempre fue para mí una realidad tangible  y a la vez feliz que lograba arrancarme, al menos por un tiempo, de mi vida de sueños, de los libros de cuentos y mis historias de ficción. Y al final acabó el verano y con él aquel amor primero que vino a enseñarme que esos chicos con los que no se podía hablar en el colegio y a los que estaba prohibido mirar a través del muro que separaba a ambos sexos, eran tan reales como lo era yo misma. Logré aprender que ellos, los niños, disfrutaban de los mismos juegos y de las mismas emociones y que además podían llegar a gustarte tanto que se convertían en un hermoso latir incluso a los diez años. Luis y yo nos hicimos buenos amigos en aquellos meses. Él siguió siendo callado y yo una buena niña. Durante muchos, muchos años no desee casarme con nadie más. Ni siquiera con él.